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viernes, 28 de noviembre de 2014

LÍNEAS, CORTES Y FUGAS



"Así actuamos nosotros, los brujos, no según un orden lógico, sino según compatibilidades o consistencias alógicas. (...) Nosotros conocemos muy bien los peligros de la línea de fuga, y sus ambigüedades. Los riesgos siempre están presentes, pero siempre existe una posibilidad de escapar a ellos: en cada caso se dirá si la línea es consistente, es decir, si los heterogéneos funcionan efectivamente en una multiplicidad de simbiosis, si las multiplicidades se transforman efectivamente en los devenires de paso”.
Deleuze-Guattari, Mil mesetas


Desearía poder escribir un libro utilizando el esquizoanálisis de Deleuze y Guattari, sospecho que me podría resultar especialmente útil para pensar productos culturales masivos de nuestro tiempo, y al decir esto tengo en mente las series televisivas norteamericanas, como por ejemplo Mad Men, o una telenovela mexicana, como El abuelo y yo, y tal vez un melodrama coreano como Escalera al cielo. Si hablamos de cine hay historias sobre las que podría iluminar bastantes temas desde ese pivote, y estoy pensando en el filme argentino El secreto de sus ojos, o en la película de Sam Mendez La revolución de los Wheeler, basada en la novela de titulo homónimo de Richard Yates.

Con Deleuze y Guattari aprendí mucho del deseo, la potencia y la fuga. Trazarse una línea de fuga es algo que se hace por necesidad. Fugarse es diagramarle una salida a un territorio, desterritorializarse, teniendo en mente que no se refiere por territorio simple y llanamente a un espacio físico, y tampoco se trata de algo meramente simbólico. Tomemos el caso de "El abuelo y yo". Análisis de líneas. Un muchachito de la calle, casi adolescente, llamado Daniel, que encuentra un hogar en la casa de un viejo amargado como lo era Don Joaquín, otrora un pianista notable. Por otro lado se encuentra su amiga Alejandra, una muchachita de la edad de Daniel, que se hace su íntima en base a juegos y conversaciones donde hablan de lo que les pasa en sus vidas tan disparejas, donde ella convive con todas las comodidades mientras él se mueve en un mundo de limitaciones y falta de protección. Ella no tolera la situación de su casa, donde sus padres, Gerardo y Fernanda, mantienen en ruinas su matrimonio. Con el avance de los capítulos a Daniel lo terminan separando de su abuelo (postizo), las instituciones que velan por el correcto desarrollo de los menores se lo llevan a un hogar para niños, mientras Don Joaquín, imposibilitado de oponerse, ya solo y sin mayor fuerza para seguir soplando, elige encerrarse en un asilo de ancianos, donde sólo espera por el último día. Así están las cosas cuando llega ese día en que empiezan a moverse algunas fichas misteriosamente, algo está por sacudirse en ese mundo, Daniel escapa del hogar para niños huérfanos, una especie de correccional, y después de ir a la fiesta de la Yoya van junto a Alejandra a recoger a su abuelo para que se salga del asilo. Alejandra, que sin querer ha escuchado que su papá se divorciará y que su madre está con otro hombre, tiene repulsión respecto de la vida en su casa, sólo piensa en huir, aunque no le cuenta a nadie cuál es su razón. Juntos los tres, cada uno más desesperado por moverse y dar un paso hacia algo desconocido donde puedan seguir unidos, se ponen a correr por la calle, observando cómo el asilo comienza a quedar detrás suyo, junto con la vieja sensación del encierro. 

Las peripecias de estos cuatro personajes, junto al perro Anselmo, son varias y de corte aventurero, los eventos se van amontonando sobre sí, no planean nada muy bien, no saben bien por donde seguir, lo único que tienen es el hambre por avanzar, por no detenerse, simplemente son una especie de víctimas de las circunstancias, responden ante el apuro, no quieren ser atrapados nuevamente. La escena simbólica de la novela es la huida en un globo aerostático, después de que hicieran nuevos amigos en su paso por un circo donde pusieron de su parte para las funciones. Aquí recuerdo a Ricardo Piglia, literato argentino, que escribe respecto de la experiencia del Che en sus "Diarios de viaje", que el sujeto se constituye en el viaje, al menos así funciona para Guevara, un sujeto que no se reconoce a sí mismo del todo cuando debe después ordenar los apuntes tomados en el viaje, "Yo ya no soy Yo, al menos no ese mismo Yo, este vagar por nuestra América Latina me ha cambiado más de lo que pensaba", palabras enigmáticas de un joven aspirante a médico argentino, que escribe, pero que se imagina como un explorador que puede curar otro tipo de enfermedades del continente. El caso de El abuelo y yo es algo similar, sujetos buscando reconstituirse a partir del viaje, el desarreglo de sus vidas, o la reorganización de sus experiencias a partir de la fuga. La razón está bien explicitada, los escritores de la novela no dejan lugar a dudas, queda claro para el televidente que los personajes reunidos en el globo escapan porque no pueden tolerar lo que la sociedad les hace esperar en sus vidas. Se convierten en unos outsiders de algún modo, los que van por fuera, no lo había reparado en todos mis días de seguidor de la novela, era un chiquillo, ni lo había hecho hasta hoy, estas ideas fluyen en el mismo acto de sentarme a escribir sobre el tema. Supongo que ya desde esos años me interesaba la desviación, la conducta desviada como llaman en sociología, esa que no tiene que ver con la locura, simplemente es una respuesta afirmativa frente a la locura de la sociedad que necesita modular las energías sociales. 




Alejandra (Ludwika Paleta) vive en una familia pudiente, de la clase alta, su madre es la típica mujer con nariz algo respingada que se maneja con cierta dejadez respecto de su hija, le interesa más su propia vida, y en este escenario la nana Sofía es la que más cuida y vela por Alejandra. Su padre es una especie de abogado, no recuerdo bien, tiene la pinta de un hombre de negocios. No sé qué queremos decir cuando decimos eso, supongo que tiene que ver con el traje bien cortado, las maneras estudiadas, el dominio de sí, eso de poner primero los intereses, moverse por ciertos círculos... Gerardo, el padre, tiene una amante, su secretaria, una pelirroja de piel pálida con pocos escrúpulos, que a su vez tiene su novio a ocultas. Alejandra es víctima de los efectos de un hogar que se resquebraja, ahí cada uno busca algo de aire fuera de la atmósfera apremiante de esa casa descolorida, pero Alejandra, que no tiene más de 13 o 14 años, es la que menos posibilidades tiene de salirse y anestesiarse frente a esa realidad. Su salida y una de sus alegrías mayores es su amigo Daniel, el marginal, que en cierta forma es como su primer enamorado. Tienen una relación muy inocente, ambos son cautivantes frente a la cámara, ella es rubia, de ojos azules, tiene una sonrisa que le desbarata los sueños a cualquier adolescente, los diálogos son entretenidos, la novela se sostiene en gran parte sobre su amistad, al menos a los ojos del público infantil que la siguió. 

El hecho es que después de todo el drama acumulado se escapan, y siempre me han fascinado los que logran escapar, los que reivindican lo prodigioso de la fuga. No es necesario el desplazamiento físico, el apartarse o irse muy lejos, no es carácter indispensable, pero en la mayoría de las ocasiones son un elemento infaltable de las historias que nos presentan como fugas. Recuerdo aquí el relato de Giacomo Casanova sobre su escape de la Prisión de Los Plomos en Venecia, o el film de Paul Haggis Los próximos tres días, protagonizado por Rousell Crowe, vertiginosa historia de un hombre que hace lo que tiene que hacer, en silencio, para rescatar a su esposa de una vida oscura que injustamente se le había condenado. En El abuelo y yo la cuestión es mucho más modesta, es una problemática familiar y sobre la amistad, una lección acerca de lo que es casarse, los daños que se pueden hacer a los hijos, y todo lo que involucra la posibilidad de fugarse de lo real a través de un viaje, un devenir loco donde se conectan territorios compatibles. En su viaje, Alejandra, Daniel y Don Joaquín, acompañados por el cómico Don Lucas, conocerán a un enano, a un hombre forzudo, y a una bruja en el circo, luego a un chamán en el desierto, la niña que no puede caminar desde que vio morir a su madre en un acto acrobático, los niños de Puerto Sonora, y la sombra del despreciable Fonseca que los sigue junto a un mercenario, Roque, un garabato de rufián que sólo podría asustar a los niños. Si se hubiera tratado de un cuento tal vez nos hubieran contado que Alejandra se encerraba en su cuarto a leer, y en la lectura podía fugarse por la fantasía a la dura realidad de una casa que se desmorona. La aventura de leer sería así presentada como un viaje donde se conocen seres de otras culturas, seres fantásticos, tesoros escondidos, ciudades perdidas y otros. Pero la telenovela nos presenta la posibilidad de que ese viaje que parece imposible sea real, una serie de eventos poco usuales se mezclan, como por ejemplo que Alejandra y Daniel se encuentren en el festejo del cumpleaños de la Yoya, que puedan salirse de ahí para ir a recoger a Don Joaquín, mientras la noche los agazapa en su huida rumbo a un destino que ni se imaginan. 

MAD MEN


Tengo guardados estos apuntes sobre la serie creada por Mathew Weiner desde hace unos días, los llevo conmigo, algunos han sido anotados en un cuaderno y el resto circula en mi sangre. No debo ser el primero en reparar una peculariedad en la construcción de las temporadas de esta tan premiada serie: el inicio siempre deja un rastro de un problema o de una fijación que se repetirá en el capítulo final de cada temporada. Así por ejemplo, en la primera temporada Don Draper inicia agobiado porque la nueva idea que debe tener para complacer a sus clientes de la empresa tabaquera Lucky Strike está perdida en la nebulosa de su mente, se siente bloqueado y algo asfixiado. Mientras, nos cuentan en el resto del capítulo piloto quién es Don Draper, o lo poco que se sabe de él, también nos muestran la hermenéutica de su oficina, los personajes que lo rodean, su vida permisiva con el alcohol, el tabaco y su relación de katarsis con su amante. Cuando se le ocurre en la presentación que los Lucky Strikes son tostados, y que puede usarse esa línea como eslogan para distinguirse de la competencia, todo parece salvarse, sólo después de ello nos enteraremos de que en las noches retorna a una casa donde lo espera una muy atractiva esposa y una pareja de dos pequeños hijos. Luego, en el capítulo décimo tercero de esa sesión, el último, la tónica se repite, Don Draper debe encontrar una idea ingeniosa para su campaña de las nuevas máquinas fotográficas de Kodak. En la ocasión Draper sufre igualmente hasta el final, hasta que la idea desciende en él, apelará al discurso emotivo, referirse al lazo emocional que un objeto físico puede establecer con el cliente, por ser una máquina que permite volver en el tiempo a esos momentos inolvidables que ya no pueden retornar. Esa presentación le hace repensar su propia relación con su esposa y sus hijos, sus pocas ganas de participar en la actividad familiar del día de gracias, de pronto, al ver esas imágenes de la vida que se ha creado, la de un Don Draper del que ha asumido la identidad, siente necesidad de ver a su esposa y sus hijos, pero al volver a casa se encontrará con el hogar vacío, ellos ya partieron rumbo a casa de los suegros. 

Esta misma repetición o el guiño entre capítulo inicial y final de cada temporada puede verse también en la segunda y en la cuarta temporadas. En la segunda comienzan con un personaje leyendo el libro "Meditations in an emergency", de O´Hara, como trasfondo a la situación de resolución traumática que vive el país frente a la a uno de los episodios más paranoicos de la Guerra Fría: la crisis de los misiles en Cuba. La serie se supera en sus alcances y ambiciones en esta segunda temporada, y la manera en que hilan la historia de los personajes, varios de ellos atravesando crisis personales, que se combinan con la crisis política que vive el mundo, la amenaza de una guerra nuclear, la confrontación con la muerte colectiva, a gran escala, algo nunca antes vivido en el mundo. Al ver la serie yo mismo vivía mi propio conflicto, lo hacía en silencio, era una pugna por poder, por respeto, debía hacerse con frialdad, ambos bandos debían mostrar sus armas hasta forzar una situación de negociación, la situación estaba congelada, algunas cosas se decían y otras no, comencé a mover algunas cosas para incitar presión. Todo se resolvió bien, por fortuna, hubo que integrar algo de diplomacia al asunto, justo como sucedió con la resolución del conflicto entre rusos y americanos, las partes siempre desean salvar su prestigio moral, el tira y afloja se había ganado de otra manera, según ese modelo de gestión que es el ganar-ganar. 

La clave secreta de Mad Men es la historia de Dick Whitman, que estuvo en los campos de batalla como soldado y encontró ahí su ticket de retorno a la sociedad pero con otra identidad. Internamente él sería el mismo, pero para los demás asumía la identidad de Don Draper, gracias a una confusión provocada después de una explosión y un intercambio de cadenas donde se identificaba a los cuerpos. Whitman aparece así en la ciudad como un Bartleby, un desconocido, sin pasado ni familia ni referencias, un hombre que se debe reinventar...

Escalera al cielo 



Comencé a ver este drama de manera increíble, me lo había recomendado una amiga muy especial, ella estaba fascinada, pero todavía no termino de recordar cómo me vi tentado de comprar los discos y comenzar a verlos. En fin, sucedió, fue el 2008. Lo comenzamos a ver con mi hermana y curiosamente no pudimos soltarlo. Pegaré a continuación el análisis que había escrito ese año y que obsequié a mi amiga Pamela, como una retribución para compartir miradas. Creo que intentaba seducirla, no resultó del todo. Fueron también mis primeros pasos tratando de escribir sobre cómo veía estos análisis de líneas por todas partes, y la serie fue un buen caso de estudio. Lo único que tenía leído en ese punto era Crítica y clínica de Deleuze y los cursos en Vincennes AntiEdipo y Mil Mesetas, que fueron realmente adictivos. Aquí va lo que salió, les aviso que es un poco largo:

El amor romántico
Desde “Casablanca hasta “Titanic", pasando por “Lo que el viento se llevó”,  nos encontramos con un persistente tono de tragedia que envuelve la idea del amor. Parejas que se separan, despedidas dramáticas, viajes inevitables a lugares lejanos, a otros continentes, y también a otras vidas. En suma, se trata de una idea que ha pegado muy bien a lo largo de la historia, la del amor concebido como algo inseparable de una fatalidad del destino. No hay finales felices para Tristán e Isolda, ni para Romeo y Julieta, y dentro de esta tradición, tampoco lo podía haber para Song-ju y Jeong-su, dos personajes que seguramente quedarán grabados también en la galería de las célebres historias románticas.

En el exitoso y reciente melodrama coreano “Escalera al cielo” (2004), el romance de esta pareja se bambolea entre desgarradoras separaciones y fugaces reencuentros, como las aguas del mar que van y vienen, meciendo y embriagando. En una primera instancia hay que notar que los productores de este drama han sabido usar muy bien algunos elementos tradicionales para una historia de amor romántico. Primero, partir de un fuerte vínculo de amor construido desde la niñez, luego, un intercambio de objetos para consolidar la relación emocional, y una promesa infantil casi
a modo de profecía: “el destino de los que se aman es volver a encontrarse”. Luego, una heroína que oculta su enfermedad y que carga con su desafortunado destino en silencio; un héroe que tiene que superar todos los obstáculos que le pone la vida para recuperar a su amada y, por último, dos escenarios de fuerte sentido simbólico como son el carrusel y la casa a orillas del mar.

Si nos dedicáramos a hacer un análisis puramente racional, podríamos decir que ésta novela esta construida en torno a elementos demasiado repetitivos. Recordemos “Memorias de una Geisha”, que trata de la vida de Sayuri, una mujer maltratada por la vida que se enamora -a muy temprana edad- de un empresario que le consuela al verla llorar en la calle. Este acontecimiento marca en su vida un recuerdo celestial que la lleva a decidirse por guardar su corazón para ese gentil extraño, hasta el día en que vuelva a verlo y ella se haga una mujer. Otro gran referente es la clásica novela brasileña “La morenita”[1] (1844), que utiliza varios de estos elementos: una relación que nace en la niñez y que marca en su pureza lo que es el verdadero amor, y luego el reencuentro, con toda la idea de que hay un único amor que es hasta la muerte. Si repasamos muy brevemente todo esto, podemos ver que el éxito de “Escalera al cielo” no pasa por sus innovaciones, sino al contrario, por su capacidad para volver a utilizar con frescura estos elementos, y hacerlo en torno a una historia creíble, de manera tal que se presenta como una tragedia de la vida cotidiana a los ojos de la mayoría.

Dicho todo esto, es necesario tomar cuenta de los riesgos que implican un análisis puramente racional, a saber, que es posible perderse lo que sucede en otros niveles, quizás, la esencia misma de la historia, la esencia de ese amor extraño que en realidad tiene un final muy feliz (lo demostraremos más adelante) En ese otro nivel, -afectivo, musical, líquido-, si uno se deja afectar por la historia puede captar algunas cosas muy bellas por detrás de la aparente seguidilla de tragedias que nos presenta.

En primer lugar, la novela parte de un deseo que nos toca a casi todos, parte de una especie de sueño colectivo que consiste en trazar escaleras que nos lleven al cielo, a un lugar sin dolor, sin sufrimiento, y sin despedidas. Ahora, en este trazado, observamos dos escenarios que se repiten a lo largo de la historia. El primero es el carrusel, donde los dos protagonistas, Cha Song-ju y Han Jeong-su, suelen reunirse desde niños. En una escena, cuando saben que ya no viajaran juntos a Europa para terminar la secundaria, Jeong-su le cuenta que cuando se subió por primera vez al carrusel, su mamá la veía desde un costado, y algo singular le pasaba: “cuando ella desaparecía, yo lloraba y cuando aparecía, me reía”. Es una especie de metáfora y adelanto de lo que será su romance con Song-ju, y de alguna manera, de lo que es la vida en general: un carrusel que no para de dar vueltas, que varía constantemente, mostrándonos a veces lo que nos gusta y queremos, y en otras lo que no nos gusta y despreciamos. Por otro lado, es la historia misma de la novela, un carrusel de infortunios, alegrías y desgracias que se van desenvolviendo como una serpentina, a momentos de manera predecible, y en otros, sorprendiéndonos en gran manera. Y así también son los amores de Jeong-su, que recorren a su alrededor mientras ella gira sentada en el carrusel. Primero esta Song-ju, que es el que más la hace reír, y llorar, porque aparece y desaparece continuamente en su vida. Y luego el hermanastro Tae-hwa, que no se separa de ella, y que es capaz de correr a su lado en el carrusel con tal de no desaparecer en ningún momento y verla así sonriente todo el tiempo. 

El otro escenario es la casa a orillas del mar, donde vivío Han Jeong-su casi hasta la muerte de su madre. En esa casa permanecen vivos los mejores recuerdos de su infancia, incluidas las tardes en las que disfrutaba tanto escuchar a Song-ju tocando el piano. Esto es algo muy bello en la historia, y es que esta muy relacionada con el arte, que les sirve a los personajes para trazarse sus “líneas de fuga”[2]en sus momentos más difíciles.

La música esta presente en la novela a partir de Song-ju que es, en lo más íntimo de su ser, un pianista con mucho talento. Y la pintura tiene un rol protagónico a través de Han Tae-hwa que es un extraordinario pintor. Ambos siguen caminos diferentes. Cha Song-ju es hijo único, heredero de un gran futuro en la compañía de su familia, lo que le hace verse obligado a seguir los pasos de su padre, dejando el piano como una simple afición. Enamorado de Jeong-su, sólo toca para ella, o para recordarla. Tae-hwa en cambio no le da la espalda a su vocación, y pinta hasta el final de sus días. Él es uno de esos seres tímidos de naturaleza introvertida y misteriosa. Al principio es solo una copa llena de odio contra su madre -Tae Mi-ra-, y hasta se puede pensar que tiene la mala fortuna de enamorarse de Jeong-su, quien aparece como la fruta prohibida por ser su hermanastra, pero en realidad ella es su salvación, la persona que lo aleja de la muerte, o de la locura, porque le permite vaciar su copa y llenarla de un profundo amor.

La historia esta llena de líneas y de puntos de ruptura. Por ejemplo, el punto de ruptura en la vida de Tae-hwa se produce un día antes del concurso de pintura, cuando le da el ultimátum a Jeong-su para que le lleve al colegio su caja de acuarelas. “Si vas lo tomaré como que si te gusto” le advierte. La historia nos cuenta que, con cierta ingenuidad, ella decide aparecer y llevarle el material, aunque todavía estaba enamorada de Song-ju. En ese momento se trazan dos líneas en la vida de Tae-hwa: una es el amor obsesivo por Jeong-su, y la otra es la pintura, como un segundo amor derivado del primero.

Si bien es cierto que ya se encerraba en el desván y pintaba algunas cosas por su cuenta antes de quererla, todo eso era solo un escape, se recluía en ese cuarto movido por fuerzas pasivas. Sin embargo, desde el día del concurso las cosas cambian, cuando la ve llegar corriendo, sus ojos comienzan a ver algo nuevo en la vida, pintar deja de ser solo pintar, y pasa a ser una línea de fuga. Jeong-su le enseña a ver la vida con felicidad, y su mejor forma de agradecerle es pintarla. Tae-hwa ya no pinta para soportar su vida, pinta para ella, con la sensación de ella, y eso lo hace feliz. Es extremadamente generoso, le manda muchos aviones de papel en los que la ha retratado. Es así que, en la pintura, Tae-hwa encuentra una forma fugarse, a tiempo que la inmortaliza y la tiene presente siempre. Es su escalera al cielo, una línea de fuga que irrumpe entre todo lo triste y desafortunado de su vida. Jeong-su funciona como un portal, como un inter-conector en la vida de Tae-hwa[3], pues le presenta otro mundo, le da una posibilidad para darle sentido a su vida. Esa salida esta constituida por el arte y el amor, pero Tae-wha se concentra demasiado en el dedo que apunta, y se obsesiona con el “señalador”, sus ojos se fijan rígidamente en torno a ella. Así es que nace su amor enfermizo, y su exagerada necesidad de ella, tanto así que su vida adquiere sentido solo por ella, su vida empieza y termina en ella.

Y todo esto no es pura lata, es literal, pues Tae-hwa nace a la vida cuando Jeong-su le lleva una sopa caliente festejándole su cumpleaños, algo que nadie había hecho por él. Pero al mismo tiempo, ella representa también el fin de su vida, pues el intenso amor por Jeong-su que lo incendiaba por dentro, lo lleva a suicidarse con tal de poder donarle sus ojos y hacer que ella vea otra vez. Es la expresión de su amor llevada al extremo, o retornada al origen. Es el sacrificio más alto, el amor más grande, o más loco. Dejar de ver, para que ella vea con sus ojos; dejar de vivir, para vivir en ella. Su muerte es trágica, pero es también una elección, un momento cumbre que alcanza la cúspide del espíritu humano, pues llega a un punto que esta listo para renunciar a la vida misma. Es muy digno y esta lleno de valentía, es como Albert Camus diría, un triunfo sobre la muerte.

Por su lado el otro enamorado, Song-ju, también sigue algunas líneas extremas en su vida. Su padre le tiene bien marcadas algunas que definen sus relaciones, su trabajo, y por ende, su alegría; y luego la supuesta muerte de Jeong-su planeada por la inescrupulosa Han Yu-ri, lo lleva a cortar esas líneas en puntos que lo sumergen en la desdicha, en la soledad insípida de una tarde de domingo, en la búsqueda de algún tipo de consuelo. Siempre se lo ve caminar seguido por un montón de gente que lo acompaña o le protege las espaldas, pero nada es suficiente, todo lo que se puede captar en medio de tanta gente, es resignada soledad.

Sin embargo a pesar de estar destruido y abatido creyendo muerta a su amada, Song-ju encuentra su línea de fuga también en el arte, cuando toca el piano; esta es su fórmula medicinal a lo largo de la historia, pues siempre que necesita fugarse a su dolor se pone a revivir esas “viejas” notas musicales, y esto sucede en varios pasajes: cuando recuerda melancólicamente a Jeong-su después de su falsa muerte, cuando ella lo deja al enterarse de que va a quedarse ciega, y finalmente, cuando ya se ha ido, cuando ya no tiene donde buscarla, cuando quiere revivir por un instante su aroma, su calor y su alegría. Impotente ante la muerte, aparentemente solo le queda tocar el piano para ella, en la compañía del mar, testigo de su soledad y valiente compañero de viejas tardes inundadas por la nostalgia.

El nuevo encuentro en un plano musical o molecular


Nuestro pequeño recorrido nos lleva a percibir algunas cuestiones que no se pueden expresar con un lenguaje ordinario. Es por eso que al escarbar en el lenguaje nos encontramos con un concepto filosófico muy apropiado para entender desde otras perspectivas algunos sucesos que se dan en la trama de la novela. Se trata del concepto de territorialización[1], que fue creado por los filósofos Gilles Deleuze y Félix Guattarí. Este concepto se refiere a que todos, tanto los anímales como los hombres, pasamos por la vida haciendo nuestros territorios, trazando espacios, en una palabra: territorializándonos. Y esto no se trata de marcar la tierra con un dedo, ni de hacer viajes a lugares desconocidos, los territorios se hacen en el lugar donde se está. Los boxeadores por ejemplo, cuando entran al ring, primero dan unas vueltas alrededor, tratan de combinar un ritmo musical con su movimiento, y con el espacio, tratan de familiarizarse, están marcando un territorio. Lo mismo hacen los que se aman, marcan sus territorios juntos, se territorializan, por eso es tan duro pasar por esos mismos territorios cuando la relación se ha terminado. En ciertas ocasiones una plaza, una banca, una calle, o un tema musical resultan tan punzantes como una navaja.

En “Escalera al cielo”, la casa a orillas del mar es el territorio donde los dos protagonistas comenzaron a hilar su amor, y es el lugar en el que quedó contenido con mayor intensidad. La tranquilidad adormecedora del lugar, las notas del piano emulando caricias amorosas y la resonancia persistente de las olas al fondo, todo eso formaba su territorio, no tenía nada que ver con una cuestión geográfica. Era un lugar al que siempre podían volver, un campo magnético que contenía la energía de su amor. Aquí recordamos “Casablanca” cuando Humprey Bogart, sabiendo que tendrá que decirle adiós a su amada, le susurra a modo de consuelo: “siempre tendremos Paris”. Lo mismo pasa con Song-ju y Jeong-su, siempre tendrán ese rincón, la casa, el mar y el cielo que la rodean. Por eso, cuando ella finalmente sucumbe ante la enfermedad y se muere, él tiene que volver a ese lugar en el que construyeron su territorio, en el que la energía de su amor quedó impresa en el aire y la arena. Es el lugar que siempre les servirá como boomerang, el lugar donde “el amor siempre vuelve”.

El final de la novela es  bastante cruel y desgarrador, lo que no quita que tenga alguna dimensión de esperanza. Hay que verlo más allá de la aparente cortina trágica que lo envuelve, porque más que un final, es como un punto de ebullición, o una línea de tránsito: de lo visible a lo incorpóreo, de lo duro a lo flexible, de un estado sólido a un estado líquido o gaseoso.  Es necesario verlo con los ojos de Tae-hwa, el que se ofrece a que le trasplanten los ojos para que la afortunada Jeong-su pueda ver otra vez. Cuando sale del quirófano ella se promete: “desde ahora solo veré todo lo bello de la vida”.


No se puede ocultar el hecho de que estos melodramas están hechos para que el televidente se complazca en una especie de masoquismo, el infortunio más exagerado puede aparecer, pero luego quién puede descartar algo en la vida, que es imprevisible. Al terminar este melodrama coreano que no se cansa de ofrecer giros con noticias trágicas para sus protagonistas, presenta una idea gozosa que es la esencia misma de su historia. Es quizás la más alegre de las ideas sobre la muerte y consiste en lo siguiente: En el extremo de la vida, en su paso a lo incorpóreo, hay un último momento en el que es posible elegir un escenario placentero en el cual esparcirse y desaparecer; un lugar que se haya amado en vida, un paisaje, un instante, un perfume, o una hora que se hayan disfrutado con toda el alma. Son recintos en los cuales perderse y difuminarse para quedar impresos, y respirar en ellos por siempre. Así se despide Jeong-su de la vida, en su territorio, y en los brazos de la persona que más amaba, diluyéndose poco a poco entre la brisa y las pulsaciones soñolientas del mar. Meciéndose y agazapándose cada vez más hacia un lugar que ya no es del día a día, que no pertenece a la realidad ni al mundo de los sueños, y que quizás sea una hamaca tendida entre ambos. La frágil Jeong-su va cerrando los ojos a medida que comienza a flotar en ese espacio, se adentra en sus colores como si fuera un cuadro de pintura que adquiere vida, que la atrae hacia un lugar sin memoria, indefinido e impreciso, como el instante anónimo que comunica la noche con el día, un amanecer o un atardecer, o quizás ambos a la vez.

En la escena final, el novio descorazonado, Song-ju, no tiene más que volver al territorio de su amor, no para hablarle o para escucharla, sino para estar totalmente con ella. Sentado a la orilla del mar, con la mirada cargada de nostalgia, toca el piano con tristeza, como si estuviera perdido, pero también como si estuviera al acecho: tratando de captar algo. Sus dedos se deslizan sin darse cuenta, y las notas van surgiendo. Todo eso es lo que se ve, sin embargo por debajo, en otro plano de vibración, algo maravilloso está pasando, es un plano que construyeron juntos y que permanece flotante; se puede respirar, pero no se puede ver. Song-ju se sumerge mientras sus dedos presionan las teclas en medio de una especie de trance, se pierde y se deja ir, aunque su cuerpo todavía esté sentado en esa silla, él está viajando, y la música es el transporte; está envuelto en una travesía que ya nada tiene que ver con personas, recuerdos, o egos, sino con pulsaciones, velocidades, e intensidades. El mar, la música, la arena, el viento, y el amor que los une, todo eso es un conjunto, un bloque captado en un territorio, son una misma cosa, pues las distinciones se han ido resbalando como gotas de llovizna en una ventana; ellos se han ido difuminando, esparciendo, envolviéndose entre los sonidos y el agua, haciendo una música líquida, una música molecular. Es un lugar sin dolor, sin sufrimiento ni despedidas, verdaderamente han construido juntos una escalera al cielo.

Vistos desde afuera estos encuentros son imperceptibles, quizás duren sólo segundos, quizá no sean más que instantes, pequeños instantes prodigiosos. Sin embargo, no hay nada más dichoso que lo que se vive totalmente y sin vacilaciones en un fragmento del tiempo. Después de todo, quizás esta historia no sea más que una gran pintura realizada para expresar lo que es el amor. ¿Y entonces que es el amor le pregunta un niño a su abuelo? Y este le contesta: “un instante”.

Lo he vuelto a leer de muchos años, puedo notar ya ahí ciertas tendencias mías, cierta unilateralidad, querer verle el lado bueno a las cosas, el espíritu nietzscheano de la afirmación, o lo que comprendía de ello. Recuerdo que me gustaba la idea de un tipo tocando el piano en la playa, a orillas del mar, conectándose con la mujer que había amado, que en ese punto era una presencia del lugar, tenía la individualidad de un parque o de una lluvia, sin pronombre de persona para identificarla, pero él se conectaba si encontraba la disposición que le permitía el acto de tocar el piano. En esa experiencia de escribir este miniensayo escuchando el tema musical del melodrama fui comprendiendo cómo funcionaba la escritura cuando se contagia de los rasgos de aquello sobre lo que se escribe. Un par de años después, en mi primer trabajo en un periódico, usaría este procedimiento para escribir sobre Pink Floyd, sobre Mercedes Sosa, Gran Torino, La mariposa y la escafandra y otros fenomenales productos culturales que tengo en especial afecto. Las resonancias de aquello sobre lo que uno escribe deben verse de alguna manera esparcidas en el mismo texto, el lector debe sentir la presencia, captar el ánimo que produce aquello de lo que se habla. Eso es algo que me quedó muy grabado del procedimiento de Gilles Deleuze al escribir sus monografías sobre Hume, Espinoza, Foucault, él decía, hay que evocar una presencia, hacerla salir del papel, la repetición de algo diferente, pues no se limitaba a comentar, sino que creaba en la invocación de esa presencia, algo que pasaba entre él y esos autores. Me pasó lo mismo, experimenté de esa manera, las modulaciones de mi escritura se fueron orientando en ese tipo de ejercicios que me aportaban un gran placer. 


[1] Una vez más utilizamos un concepto creado por Gilles Deleuze. Ver: Gilles Deleuze, Claire Parnet “Diálogos”. Editorial Pretextos. Paris, 1977  

[1] “A moreninha” es un romance publicado en 1844 por el escritor brasilero Joaquim Manuel de Macedo (1820-1882), que fue después llevado al teatro y al cine.
[2] El concepto de líneas de fuga ha sido propuesto por Gilles Deleuze y Félix Guattarí. Ver: “El AntiEdipo” libro escrito por estos dos filósofos.
[3] Todo el talento de Tae-hwa para la pintura proviene de su amor a Jeong-su. De hecho, es Jeong-su la que le regala un libro de arte que su mamá había guardado como uno de sus preferidos.