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sábado, 21 de enero de 2012

GRAN TORINO y los encuentros



 Un mapa de líneas
Sentado en el porche de la casa en el día de su cumpleaños, Walt Kowalski lee su horóscopo en el pe­riódico: “Este año tendrás que decidir entre dos caminos en tu vida. Segundas oportunidades aparecerán en tu camino. Extraordinarios even­tos culminarán en lo que parecerá ser un anticlímax”. ¡Basura! –piensa para sí. Pero se trata de un ingenioso recurso dentro de la narración: todo ello se cumplirá en la historia, sólo que en ese momento no podemos saber que Clint Eastwood nos está rayando un mapa de lo que vendrá.

En el barrio de Walt co-existe una serie variada de gentes de otros lados con los que se cruza en las calles todos los días, italianos, polacos, afroamericanos, asiáticos, latinos..., pero el encuentro que finalmente lo pre­cipitará hacia una línea de desdibujamiento de sus certezas será con los hmongs –sus nuevos vecinos. Sue, la hermana de Thao, le aclara dos cosas: los hmongs no son un pueblo, sino a people; son de la colina, no de la selva. Vienen de Lhaos, Tailandia y China. Y así, a través de los ojos rasgados de Walt, comenzamos a cono­cerlos.

El día que Walt, invitado por Sue, visita la casa de sus peculiares vecinos, el chaman de la familia lo observa fijamente y le dice con estremecedora exactitud cómo es su vida: “La gente no te respeta, de la manera en que vives tu comida no tiene sabor; cometiste un error en tu vida y no estás orgulloso, no encuentras felicidad, no estás en paz”. Palabras duras, certeras, cargadas con la justa dosis que necesita para iniciar un nuevo movi­miento. Es el mapa de su vida: líneas que han sido blo­queadas, otras que se han agotado, pasillos sin retorno, y una imperiosa necesidad por hallar una salida.

Por su parte Thao, el muchacho que intentó robar su Ford Gran Torino para iniciarse en la pandilla de su primo, es un adolescente que está perdido y más que perdido está vacío; es huérfano de padre y más que de un padre de un catalizador que le ayude a encontrar un sentido para su vida. Esto es típico en los hmongs –ex­plica Sue–: a los chicos les cuesta mucho más: “Después de la escuela las chicas van a la universidad y los chicos a la cárcel; Thao es muy iinteligente, pero no tiene una dirección en la vida”. Cuando Walt comienza a cono­cerlo se da cuenta: solo, sin ninguna protección, con escasas posibilidades de superarse, sin hambre por la vida y con una pandilla rondándolo, ese chico no tiene oportunidad de salvarse. No está mal, el cuadro es casi tan oscuro como el de su propia vida. A Walt le espera una sole­dad cargada por el remordimiento que le provocan sus actos “heróicos” en la Guerra contra lo coreanos, en la
que tuvo que llevarse la vida de varios muchachos de la edad de Thao. Es algo que quedó tatuado en su alma.

 Por si fuera poco, sus dos hijos casi no lo ven, no lo llaman -a no ser que sea para pedirle algo-, y dado que acaba de quedar viudo y ya carga sus buenos años en la espalda, uno de ellos le aconseja que ya no viva solo; le recomienda que se vaya a vivir a esos “excelentes lu­gares de retiro que parecen hoteles, verdaderos resorts”; un eufemismo de mercadeo de lo que conocemos como asilos. Y es que así está diseñada esta sociedad, y se lo recuerda con endemoniado amor a través de su hijo.

Entrar para salir
Después de una serie de eventos, Walt comienza a verse todos los días con Thao. El “ca­beza de cierre” trabajará dos semanas para “el señor Kowalski” como una compensación por haber inten­tado robar su auto. Nace así, de manera curiosa y circunstancial, una extraña y bella amistad entre un viejo polaco y un adolescente ­hmong. Si bien es cierto que Walt lo arrastra un poco hacia su mundo –sus expresiones, su actitud, sus herramientas, su Gran Torino–, es Thao quien en realidad arranca a Walt fue­ra de su mundo y lo arrastra hacia una línea con un destino desconocido e imprevisible; lo hace dejar de lado sus más enraizados prejuicios y estereotipos, lo jala hacia un irresistible devenir que hará saltar todas las estacas que lo fijaban a su pasado.

Walt le enseña los valores necesarios para transitar por la línea dura y rígida de la vida, y esto no es poco. ¿Qué es peor que entrar en la maquinaria de la sociedad, la famosa rueda: familia-­guardería-escuela-­universidad­-ejército-­trabajo­-retiro? Pues justamente el no poder entrar en ella, ya que a pesar de ser un laberinto que poco tiene que ver con la esencia de la vida, hay que saber pasar por ella, sorteando todo su formalismo y su veneno. Es como la carretera, no puedes quedarte en ella, pero tienes que pasar por ahí. De otro modo te reduces a ser alguien como lo que era Thao, un pobre diablo que, en palabras de Walt, “no tiene trabajo, ni novia, ni auto, ni verga, ni futuro”.



 El primer día de trabajo Walt lo recibe con una pregunta spinoziana: “¿qué puedes hacer?”, es de­cir: ¿qué es lo que puede tu cuerpo?, ¿qué está en tu potencia? Ayudarlo a descubrir tales cuestiones es lo mejor que puede hacer por ese muchacho. Aquí presente una vez más el desafío del auto­conocimiento. Una cosa sí: Walt no funciona como modelo ni como ejemplo, él mismo rechaza ese papel. Solemos referirnos a las relaciones en términos de identificación o de imita­ción, pero siempre que se lo hace se deja de ver todo lo que implica el poder de un encuentro. En el caso de estos dos personajes, su relación debe verse como un devenir, algo poderoso que pasa entre los dos y los trastoca a ambos. Esto queda magistralmente graficado en la discusión que tienen acerca de quién tomará el refrigerador por abajo; es un peso demasiado grande para que uno lo cargue solo, necesita de las fuerzas que le podría transmitir el otro; esto es el devenir, un encuentro de fuerzas transmitidas que vienen a sumarse a las fuerzas innatas para aumentar una potencia de actuación. Salirse de una forma que atenaza, que oprime y limita. Uno jala y el otro empuja. Evolución a­paralela en la que ambos se llevan más allá de lo que podrían haber recorrido por sí solos. La cuestión es quién empuja, es decir, quién inicia el movimiento. Tiene que ser la variable que se sus­trae más a su propia formalización, el elemento de minoría, es decir, Thao, el chico ­hmong.

El desenlace se precipita ines­peradamente: Thao es golpeado por la pandilla de su primo Fong. Acto seguido ­Walt
golpea y amenaza al líder de la pan­dilla­. En venganza ellos disparan a la casa de los hmongs y violan a Sue. Violencia, interminable bola de nieve. Pero lo más ex­traordinario está por venir. Walt podría optar por arreglar las co­sas a su manera, al estilo de los per­sonajes de Clint Eastwood por excelencia, como en el lejano oeste, a punta de duelos, tiros y patadas. O un poco más cerca: ¿pensemos en qué hubiera hecho Harry el sucio? Pero Eastwood quiere hacer una afirmación de otra cosa. Lanza su enunciado. Las visiones que animaban esas películas de los 80 y 90 de vengadores anónimos que castigaban actos imperdonables con sus propias manos, deben acabarse. (Aunque sigan saliendo con éxito hoy y con sangre multiplicada) Clint Eastwood ya está en otra cosa, tiene que poner una distancia respecto de ellas. Son otros tiempos, la vida no puede verse más con esos ojos. Y la decisión que toma su personaje, Walt, es la mejor muestra de que ha saltado un umbral en su vida; aparece un nuevo tipo de angustia, pero también una nueva serenidad. “Algo se me ocurri­rá, sea lo que sea, ellos no tendrán ninguna chance” –le había adelantado al cura. Y así fue. 

Epílogo
La muerte le pertenece a cada uno tanto como su propia vida. Walt lo sabe y por eso se prepara para pa­sar por ella con honor, como un samurai. Elige el mo­mento de su muerte, y esa es la segunda oportunidad que le da la vida. Gandhi decía: “conozco una salida al infierno: encuentra a alguien que necesite tu ayuda y regálale todo lo que le quitaste a tu enemigo en la ba­talla”. Thao es un chico con casi la misma edad que tenían aquellos niños coreanos cuya vida se llevó a cambio de una medalla, y ahora él podrá tener una segunda oportunidad. 

Vemos que hay algo de gand­hiano en el sacrificio de Walt, una especie de resistencia pasiva; su arma es la no-­violen­cia, y es la más efectiva. En lugar de contribuir a que la violencia siga subiendo en sus decibeles, utiliza el acto violento de los pandilleros para volverlo multiplicado contra ellos mismos. No se opone a la fuerza sino que la encauza contra el agresor para restaurar la armonía. (Justamente lo que haría un practicante de Aikido). 

Más de un año, más de dos años hace desde que se estrenara esta película en Bolivia, y el tiempo ya no importa, muchas cosas relacionadas siguen pasando, teníamos que tomarnos este tiempo para asimilar, para terminar de captar un poco más de todo lo que nos ha afectado y aportado Gran Torino en su perfecta belleza y simplicidad. Que sea este un modesto gesto de agradecimiento a Clint East­wood, ese viejo maestro del cine que tanto admiramos.



* Este texto se publicó en abril del 2010 en la Revista boliviana "Nueva Crónica y buen gobierno". Para descargar la versión digital de la revista visita: www.plural.bo.


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