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lunes, 13 de febrero de 2012

TIRINEA: UN DIARIO COMO VIAJE A LA CLANDESTINIDAD




Sin ocultar mi aspiración de formar parte de esos “devotos usuarios de los libros aún no escritos”, haré notar de entrada que la escritura de estas líneas sobre Fielkho y el diario en el que deja constancia de su viaje hacia la clandestinidad –diario que se ha venido a llamar Tirinea– no tiene otro propósito que el de saludar respetuosamente a mi amigo Jesús Urzagasti (Gran Chaco, 1941), el narrador más importante que tiene Bolivia, y cuya obra casi completa está siendo reeditada, en buena hora, por la Editorial Gente Común. Agradezco al poeta Nervol Kunsted por haber introducido a mi mundo semejante joya el día que me obsequió el libro que nos ocupa aquí.
No se ha dejado suficiente constancia de los diversos ejercicios de lectura que promueve la obra de este genial escritor chaqueño, pero no nos queda duda de que su primera novela, Tirinea (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1969), ha provocado bastantes resonancias en el medio, tanto críticas como extraliterarias. El año pasado, dentro de una gestión del Ministerio de Culturas, Plural editores lanzó una nueva edición de la novela, al haber sido seleccionada entre las diez más importantes de la literatura boliviana. Si cité antes la primera edición, que es la fuente de este impulso, es porque las ligeras variaciones internas de división que su autor introdujo en la nueva versión no me han permitido todavía dejarme llevar en su (re)lectura con la misma fluidez que me permitió su predecesora. Probablemente sea una cuestión de cariño al viejo libro, en cuya contratapa Claudia Bowles apunta con lucidez: “esta novela que se repliega sobre sí misma, Tirinea –territorio imaginario– es el lugar de lo utópico. La ironía de registrar los vanos intentos de escribir algo, confluye con la paradoja de finalmente lograrlo”. Hablamos de Tirinea, pero también de lecturas de Tirinea. Debo acotar que la más minuciosa e invitadora de esas lecturas, en mi criterio, es el notable ensayo “Del nomadismo: Tirinea de Jesús Urzagasti”, de Luis H. Antezana, al que pude acceder gracias a la reciente publicación de su libro Ensayos escogidos (Plural editores, 2011), libro que funciona como un inagotable campo de conexiones y que reclama ser usado en tanto “saco de aparapita” (según la descripción de Jaime Saenz). Si los textos de “Cachín” Antezana son una invitación a la lectura, los de Jesús Urzagasti son una invitación a la narración.

Martes 13 de diciembre 2011:
A propósito de su inexistente inclinación por la caza, queriendo favorecer una vida más tranquila, “sin la mínima convulsión”, Fielkho toma una decisión que será un momento-bisagra en su vida: “Dejaré la Universidad. La carrera de ingeniero no es que no me llevará a ninguna parte, sino que me arrastrará hacia donde yo no quiero ser arrastrado”. (T. pp. 14-15).  Más allá de que Fielkho sea ducho para la Química, con su decisión afirma que se opone terminantemente a que “una circunstancial habilidad mental” lo lleve al desastre. Pero entonces: ¿a dónde quiere ser arrastrado? No importa tanto el lugar sino la puesta a punto de sí mismo que generará el proceso. Fielkho decide alejarse de la ingeniería geológica, y también de Cayetano y Córdoba. No es nada personal, simplemente es porque los mundos que estos ponían en movimiento, a partir de sus inclinaciones, no eran afines con los de Fielkho, por ejemplo, en su tonta insistencia por llevarlo a fiestas. “A esta altura de mi vida estoy convencido de que lo único que uno hace es librarse de un montón de cosas: […] en buenas cuentas, de ser un atorrante de siete suelas. De todo puede uno librarse, hasta de escribir lo que estoy escribiendo, pero ¡guarda con alargar el camino que nos separa la muerte!”. (pp. 53-54). De todo puede uno librarse, es decir, cada uno tiene a su alcance la posibilidad de organizar sus encuentros, aquellos que le sean más convenientes para mantener la máquina aceitada. Pero al mismo tiempo Fielkho reconoce que es la vida según su propio reloj interno la que determinará el abanico de encuentros que se le podrán presentar. “Me alegra lo que acabo de comprobar: miles de personas transitan esta ciudad […] Muchas de ellas están destinadas a ser mis amigos o mis enemigos; todavía no lo son y así caminan, como yo, y no pueden explicar el extraño temblor que les estremece el cuerpo. He aprendido a reconocerlas, pero al tiempo lo dejo en su labor y no lo interfiero. Que tomen los litros de agua que deben tomar antes de que llegue la hora sagrada”.



Así avanza la novela donde un Fielkho en sus distintas etapas, y el viejo, se intercalan en la narración. Algo extraordinario ocurre durante estos meses en los que se la pasan tomando limonadas, observando los cabellos de Orana dormida y escuchando sonatas de Bach, mientras se turnan para escribir las 60 páginas de su diario. No pueden hacer otra cosa que expresar su asombro por la nueva vida en La Paz, desde donde tienden un puente a la tierra original. Los lectores somos testigos del intento de Fielkho por encontrar su verdadera voz, la del viejo, que está ahí tan cerca y sin embargo lo espera hace mucho tiempo. “¡Cómo me gustaría cantar para ella con una voz distinta, tan distinta como la mía, que a todo se parece cuando me quedo en el más profundo silencio! Yo soy el templo de mi voz, pero mi voz apenas es mía y viene precedida por la voz de tantos seres que han muerto sin haber nacido”. (p. 120) Y es sólo al ir terminando el libro que nos damos cuenta de este intento de Fielkho por hallar su voz, o por hacerse un cuerpo-sin-órganos. A medida que llega al final experimenta dificultades para terminar las 60 páginas que se había propuesto inicialmente, pues la necesidad de entender la causa de su ignorancia va desapareciendo, y él se torna en una especie de casilla vacía desde la cual el viejo puede hablar. Tirinea es un viaje inmóvil de encuentro con la propia voz. Al principio Fielkho debe vaciarse de aquello que lo inmoviliza; tiene que deshacer la manera en que la Universidad y otras instancias han organizado su cuerpo. No es tanto recuperar la soltura, pues Fielkho sorprende por sabernos narrar su encrucijada de una manera tan ágil, amena, y desenfadada. Se trata más bien de volver a comenzar. “Hay una edad en que todo comienza de nuevo, con una luz nueva en el corazón, en que uno es el único invitado de la soledad y ella se hace esperar para siempre. Yo estoy en esa edad”. (p. 29) Las afirmaciones de la parte final del libro evidencian este intento finalmente logrado. “No soy el que dice estas cosas, sino las cosas las que me dicen a mi”. (p. 111) ¿Quién escribe? No es el yo de un autor. Pero para llegar ahí tiene primero que hacerse un cuerpo-sin-órganos. En adelante el que habla es una individualidad impersonal no sujetada que solamente puede decir: “esto es lo que me pasa a través mío”. Un parque, un enjambre, una constelación antes que un hombre.

Un viejo amigo de Urzagasti, Henry Miller, lo explica con estas palabras: “No somos nosotros quienes firmamos los libros. ¿Quién es un artista? Es un tipo que tiene unas antenas, quien conoce cómo enganchar las corrientes que están en la atmósfera, en el Cosmos. Él simplemente tuvo la felicidad de engancharlos tal como eran”[1]. Tirinea es un prolijo cuerpo-sin-órganos (CSO), y Jesús Urzagasti es en este sentido un artista. Él no habla de CSO, no tiene necesidad de ello. En una entrevista en la que Ricardo Bajo le pregunta cómo se prepara para escribir una novela, Urzagasti decía: “Soy un aficionado a la escritura. Hay que recuperar la humildad y la ignorancia. Estar a cero para producir un lenguaje sin antecedentes. Si aplicas lo que sabes, te repites. De la nada hay que sacar algo”[2]. Estar a cero. CSO. Vacío productivo de nuevas formas. Probablemente se refiere también a esto mismo cuando habla del analfabeto funcional como un individuo que tiene fondos para acceder a los libros “pero se le atrofió el órgano que combina vista, tacto y oído para producir la magia de la lectura”[3]. Liberar al cuerpo de la organización que le han hecho es necesario no solamente para poder escribir, sino también para saber leer.

Por su parte Fielkho confiesa: “estoy escribiendo algo que mi cuerpo exige para vivir (…). Cuando permanezco en silencio mis oídos perciben la música del universo; son apenas sonidos, pero bastan para hacerme perder la identidad que guardo con ese camión que acaba de zumbar”. (p.31). Al empezar a borrar los contornos de la identidad hay siempre un devenir-imperceptible que está en marcha. A través de la escritura Fielkho comienza a liberarse, a romper los estratos, o las cortinas. El viejo comienza a hablar más seguido: “A su acto de escribir se debe que yo esté a punto de salir a flor de piel. Claro que él no tiene idea de lo que está sucediendo. Cada fracaso suyo es una cortina menos que nos separa…” (p. 66) Explica también cuál era la pretensión de Fielkho al escribir su relato: “presenciar el mecanismo que moviliza a su mundo”, pues de ahí en adelante “jamás se le ocurrirá meter a su mundo aquello que no le pertenece”. (p. 116) Si se encontró con algunos problemas en este proceso es porque lo hizo quizás muy de golpe, “desarmó totalmente la maquinaria y ahora está atolondrado y no sabe cómo iniciar la reconstrucción, fuera de que le tomó de sorpresa la inmovilización que sufre su organismo”. (p.116). Pero al final logró deshacer la organización y se hizo un CSO pleno, productivo, susceptible de ser recorrido por corrientes vitales creativas. “Creo, sin embargo, que Fielkho a través de esta experiencia dará más agilidad a sus miembros, mayor frescura y pujanza a su ser por la sencilla razón de que gran parte de sus secciones vivían en el olvido y ahora que la mayoría de ellos han sido alabadas en forma es casi seguro que su funcionamiento será de una precisión asombrosa”. (p.117).

Fielkho ha dejado de tener procedencia y su origen se colocará en el futuro. Llegan las páginas 109-110 y de repente nos encontramos con dos de los párrafos más maravillosos que la literatura universal tiene para ofrecer. Un grandioso canto a la vida:
“Aunque las catástrofes se avecinen y tu figura tienda a desaparecer en manos del crimen o de la oscuridad, aunque el mundo se venga abajo con el objeto de no favorecer tu existencia (…) nunca olvides que por primera, única y última vez eres lo más formidable y maravilloso que habita en este mundo. […] Hay paisajes maravillosos en el universo que nadie, ni tú, verá jamás; pero eres tú el sendero único para llegar a esos paisajes. […]  Levántate y agradece, antes de que tengas ese olor a ropa guardada en tu cuerpo, agradece por haber venido sin tener nada a un mundo que lo tiene todo; así regresarás con todo al país de la nada y sin haber abierto el pico”.

En ese momento ya no sabemos quién lo dijo. ¿Fue el viejo? Ya no interesa. A fuerza de deshacerse de sus bordes y de sus particularidades Fielkho se ha hecho indiscernible a sí mismo, su presencia es la de un nuevo Bartleby, pero más alegre. El viejo dice que Fielkho “por lo menos ahora está seguro de amar con mayor intensidad al mundo. Y esto es tan cierto que cuando tiene un libro en las manos y parece estar leyendo, no está haciendo eso sino amando al mundo”. (p. 124). “Es el primer convencido de que es un extranjero, un desconocido”. (p.125) Fielkho ha devenido imperceptible, clandestino. Escribe como un piano que toca solo. La música fluye. Se ha cumplido aquello que meses antes añoraba, pero no lo recordará porque él ya es otro:

“Algún día estaré frente a lo desconocido, tendré en mis manos lo que mi memoria se empeña en ocultar; ese día perderé para siempre el nombre con el que me identifica el mundo, el famoso nombre que tiene la virtud de separarme de lo que soy. Sé muy bien que soy un animal perdido en la noche y por lo tanto un nombre más, un sonido más. Cuando suceda lo que espero seré el mundo y no estaré lejos de nada”. (p. 83)

Jorge Luna Ortuño 
(Dic-2011)



[1] George Wickes, Entrevista a Henry Miller.
[2] En una entrevista de Ricardo Bajo a Urzagasti, realizada el 2008 a propósito de la publicación de su novela El último domingo de un caminante.   
[3] Ibid.

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