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lunes, 30 de enero de 2012

EL QUITACAPAS Y LA ESTRATEGIA DE LA DOBLE CARA


Comentario del libro de Javier Mendoza.

Jorge Luna Ortuño


 El Quitacapas avanza ligero, con equipaje de mano, podría decirse, en cuanto a lo que habita su interior. Lo específico de su rareza no se puede encontrar en una virtud especial sino en la completa falta de cualquier tipo de lastre ético y moral en su organismo. Todo lo que para otros hombres de su época representaría algo serio y hasta sagrado, para él sólo vale en función de sus valores de uso y de cambio. El Quitacapas es un rústico antimetafísico. ¿Acaso puede considerar entre sus móviles el patriotismo? Aborrece esa noción difusa. Donde sus bolsillos se pueden llenar mejor, donde las mujeres caen más fácilmente en el lecho, donde los tontos se prestan mejor a ser engañados, donde la vida se presenta más fácil y exenta de esfuerzos, ahí lo llevan sus piernas nómadas y desenfadadas. Sólo así llega hasta La Plata. Mendoza apunta: “A fines de abril estaba en Potosí donde conoce al Jukucha, un vagabundo chuquisaqueño que le aconseja ir a La Plata porque allí la vida era más fácil. Juntos deciden hacer el viaje (…) la semana anterior al jueves 25 de mayo de 1809”. (p. 23).

¿Y qué hay del honor? Nada más lejano y ajeno para este personaje. ¿Qué podría hacer él con algo tan abstracto? ¿Acaso podría comer o beber algo con eso? Lo ve más bien como un estorbo; hay pocas cosas que detesta tanto como la obligación y el compromiso. De él se puede decir lo mismo que Stefan Zweig escribe en su caricatura burlona de Giacomo Casanova: “Con todos los ácidos y sales, con escapelos y microscopios, se analiza este organismo, por lo demás archisano, y no se descubre siquiera un rudimento de aquella substancia que compruebe lo que se llama consciencia (…) Fragmento psicológico donde se constata la falta completa del sistema nervioso ético”[1]. Aquello que se ajusta a su propia conveniencia es lo único que tiene por rey y ley. “Si se lo reprendiese por haber jurado en falso, solo contestaría asombrado: Sí, sin embargo, yo no tenía dinero entonces”[2]. Pero es justamente este perfecto vacío, esta falta de alma, la que la fortuna necesita tener a su disposición en esta ocasión para que el movimiento libertario sea posible.

Antes que pillo, malandrín, o malentretenido, el Quitacapas es un aventurero, y como tal, desprecia las reflexiones y los cálculos intelectuales. Lo que necesita es no dejar de moverse, hacerlo tan despreocupadamente como un ciempiés. Sabe que la meditación prolongada entorpece la sensibilidad directa, de la hora o de un lugar, con la que podría oler una oportunidad y extraerle provecho. Jugador, apostador del azar, es el destino el que se encarga de ponerlo entre sus cartas y barajarlo con los sucesos de rebelión la noche del 25 de mayo en La Plata. Él simplemente está donde las circunstancias lo colocan, y su único trabajo es colorearse entre ellas. Está propiciamente en el espacio en el que los sucesos lo esperan para terminar de conectarse y generar un acontecimiento. Los historiadores suelen romperse la cabeza cuando se ven obligados a considerar el papel del azar y la fortuna en sus cercenadas recapitulaciones de los hechos. Javier Mendoza se detiene un momento en este asunto; recordando la perspectiva de la mayor parte de los historiadores, dice cosas como estas: “la participación del azar en la Historia (…) no constituye materia propia del estudio historiográfico”, “el azar es acientífico”. (p.78) ¿Pero cómo podría captarse una existencia tan esporádica, azarosa, y fulgurante con los lentes rígidos, cuadrados y rectilíneos del historiador tradicional? Mendoza no puede evitarlo del todo, pero es gracias a que se aparta un poco de esta posición formal que puede concebir la idea, primero de reeditar el documento de la Causa escrito por su padre[3], y luego de enriquecerlo con una serie interpretaciones y aproximaciones en la tercera parte del libro[4].

El documento del la Causa es insuficiente para retratar un personaje tan insólito e imprevisible. Francisco Ríos, convertido en el Quitacapas, transita por aquellas líneas que se le escapan a la historiografía; ocupa espacios marginales, externos a las luces de los poderes establecidos. Michel Foucault nos enseñó a ver aquelos mecanismos que los hacían saltar de su ocultamiento, aunque sólo fuera por unos instantes gloriosos. Fácilmente el Quitacapas podría haber sido incluido en los casos que trata en La vida de los hombres infames, pues él también era “una de esas vidas que se inclinan a producir efectos breves cuya fuerza se acaba casi al instante”; “un personaje que no está destinado a ningún tipo de gloria, ni a dejar rastro; que en sus desgracias, en sus amores y en sus odios hay un tono gris frente a lo que normalmente se considera digno de ser narrado” [5].

A la hora de elaborar sus juicios, Mendoza no puede dejar de lado su mirada convencional y juzgarlo con una vara muy parecida a la que lo juzgó estrechamente en su tiempo. Intenta la objetividad, pero él mismo repite el juicio al no poder desprenderse de una visión encerrada en el círculo de los valores establecidos. Por eso parece hablar del Quitacapas desde muy lejos, a distancia, con la frialdad de un médico, hurgueteando en su rareza con el palo de una escoba. No quiere idealizarlo, pues le fastidia que no haya estado imbuido realmente de ideas revolucionarias, pero tampoco quiere ignorarlo solo por haber sido un pillo. Después de todo, le está sirviendo para escribir un libro. Luego adelanta y reproduce el juicio: “Es un inevitable protagonista que (…) guiado por sus propios antivalores, opuestos a los de la sociedad en la que vivió, y a pesar de sus características antiéticas…” (pp. 85-86) Lo califica de antihéroe, y termina diciendo algo así: “No hay que apresurarse en juzgarlo peyorativamente, pero qué maravilla que un tipo tan bajo y tan vil, resulte un actor importante en sucesos tan nobles y heroicos”.


Algunos ecos de la voz de Foucault se escuchan en este libro cuando dice: “En todas las épocas existen sectores oscuros ignorados por la historia oficial donde medran lo diferente, lo suprimido, lo vetado y lo prohibido de cada generación. Cuando esos elementos marginados son sacados a la luz, reaparecen con ellos las huellas de los mecanismos de la prohibición, la supresión y el castigo de cada época, que fueron sistemáticamente invisibilizados a través de los tiempos”. (p.85) Pero más que alumbrar un cierto dispositivo de poder, lo que termina abordando en su interpretación del Quitacapas es la eficiencia de una astuta estrategia de resistencia: la doble cara como parte esencial del levantamiento. Esto es lo más interesante del libro de Mendoza: enfatiza la cuestión de la cara y la careta en este suceso: la táctica del movimiento -llevado a cabo en dos actos, en La Plata y luego en La Paz-, habría sido aparentar fidelidad al Rey Fernando VII (que yacía cautivo), e ir en contra de los que eran favorables a las pretensiones de la princesa Carlota. El objetivo inmediato era deshacerse de la máxima autoridad de la Audiencia, Ramón García Pizarro, y del mayor representante de la Iglesia, el Arzobispo Benito María de Moxó. Pero no podían ir frontalmente contra ellos, pues darían la impresión de que caían en simple desacato y ofensa a la autoridad, así que idearon una estrategia de ataque indirecta:  acusaron a estos dos viles personajes de ser traidores al Rey, justificando así su revuelta contra ellos; así lograron encubrir sus verdaderas intenciones, que consistían en lograr la independencia. En el fondo se apropiaron de la misma estrategia que los sacerdotes idearon para investirse de poder y entronarse como autoridades aceptadas. O acaso no es de este modo que el sacerdote exhorta diciendo a sus fieles: “Me obedecerán, no por mí, sino porque es la voluntad de Dios (o del rey) que me obedezcas, ya que lo represento a él”. (Fundamentar un poder en base a una relación con algo que no existe). De la misma manera la resistencia necesita apelar a algo superior y vocifera: “Ya no los obedeceremos, pues han traicionado a aquello que está más arriba de ustedes y es nuestro rey”. El movimiento utiliza una máscara, puesto que incluso sonaban patrióticos, fieles al rey, cuando en realidad era lo último que les importaba, y el gran símbolo de esta hipocresía fue el Quitacapas. De modo que a éste insólito e infame personaje se lo juzga como pendenciero, bribón, villano hipócrita, desleal, y con otras palabras cariñosas. Llevando más allá lo que Mendoza no se animó a afirmar, habría que decir que lo interesante del Quitacapas, es que nos hace ver algo nuevo de una época pasada, pero además que testimonia una rara astucia de estratega, aunque haya sido pasajera. Su arte fue el de quitar las capas y ponerse las máscaras. Provocar, satirizar, escabullirse, volver a aparecer, irse, mantenerse en movimiento, sin nada que lo ate a nivel mental.  Es sin duda, “un rebelde, un hombre pobre que se resiste a aceptar el papel normal asignado a la pobreza y establece su rebelión a través de los únicos recursos que los pobres tienen a su alcance: la fuerza, el coraje, la astucia y la determinación[6].





<!--[ Stefan Zweig, Casanova, p. 79.
[2] Ibid, p. 83.
[3] Gunnar Mendoza, Causa criminal seguida de oficio por el alcalde ordinario de la villa de Oruro contra Francisco Ríos, alías el Quitacapas, por vago, malentretenido, y otros crímenes (1809-1811).
[4] Javier Mendoza concluye: “Ante nuestra incapacidad para tratar racionalmente sistemas complejos como lo casual y lo providencial en un mundo determinista, asoma las antiguas fojas de la Causa, como una insospechada moraleja, la aceptación juiciosa de la suerte y el destino como componentes tan innegables como inexplicables de la vida y de la historia”. (p.78)
[5] Michel Foucault, La vida de los hombres infames, p. 121.
[6] E.J.Hobsbawn, Bandits. Citado por Javier Mendoza en la pág. 82. 

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