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miércoles, 28 de mayo de 2014

HURACAN CARTER, O LA LECTURA COMO ARMA DE DEFENSA PERSONAL



La pregunta merodeaba como un cuchicheo entre dos señoras que veían con mala cara aquella escena. ¿Por qué en plena feria del libro cruceña, en uno de sus talleres, se veía a un individuo -seguro el tallerista- enseñando a los muchachos de colegio ciertas posiciones de combate? Los había hecho pararse de a dos frente a frente, y este profesor, como creyéndose en un gimnasio o un dojo de artes marciales, les corregía la postura, les enseñaba dónde colocar la mano, y les hacía encararse para mantenerse bien perfilados. Para suerte de este señor, los chicos del Colegio de la Sierra, así se llamaba, ya tenían algún conocimiento del boxeo, también de la MMA, de hecho dos de ellos practicaban el boxeo como actividad deportiva; uno de ellos era muy grande y pesado, tenía la expresión de una persona amigable, inocente, tes muy blanca, se veía algo bonachón pero al mismo tiempo firme; el otro muchacho era más bien pequeño, de brazos largos como los de un mono trepador, hablaba con soltura, tenía las señas de aquel alborotador a quien todos siguen en el curso cuando las energías reclaman una revuelta. A este último se le daba por dar sus apreciaciones sobre el combate con frecuencia, y lo hacía con pericia, como si hubiera vivido ya unos años más de los que aparentaba. 

Así, el taller se fue desarrollando de manera extraña. Lo primero que se preguntaron fue ¿acaso sólo se leen los libros? ¿no se podría leer un cuadro de pintura, una escultura, una obra de arte contemporáneo, y tal vez un partido de fútbol, quizá hasta una pelea de box? Tal vez sí. La conversación los llevó a hablar de estrategia, el profesor les planteó la interrogante ¿cómo debería pelearle el pequeño al grandote para tener chances de ganar? El pequeño propuso rápidamente: "tendría que acercarme lo más posible y desde adentro lanzar volados a la cabeza, eso nos dijo el profesor". No son sus palabras exactas, pero esa era su idea, hablaba mientras explicaba con su cuerpo movedizo lo que debería hacer. 

Seguidamente, luciendo animado ante la respuesta tan favorable del improvisado auditorio, que sumaba sus opiniones sin dejarse entender, el profesor les pidió a todos que analizaran qué es lo que tenía que hacer el muchacho grandote para no dejarse vencer por el pequeño. Hagan una lectura -fueron sus palabras. Puestos en los zapatos del muchacho grande, ahora sentían todos que tenían las de ganar, entonces su chip cambiaba, su tarea consistía simplemente en no arruinarlo, en no ponerse en problemas sin motivo. El riesgo que se corría siendo el grande, si no se llevaba el combate como mandaba el manual, era el de verse envuelto en una escena cómica, donde una especie de camión aparatoso perseguía infructuosamente a un ratón, escurridizo e infinitamente mucho más rápido para variar direcciones y encontrar pasadizos pequeños de escape. Rápidamente ellos mismos, los dos muchachos, concluyeron que su mejor estrategia sería la de mantener la distancia usando su mano adelantada, para lanzar jabs, moverse, y golpear fuerte desde esa distancia. Ambos muchachos, cuyos nombres el distraído profesor había olvidado en un santiamén, se pusieron a hacer una coreografía de cómo sería un combate entre ambos, algo que, comentaron, ya solían hacer en sus entrenamientos semanales. Todo esto se llevaba dentro de un clima saludablemente descontraído, aunque el profesor sentía la necesidad de tanto en tanto de lanzar alguna frasecilla relacionada a la lectura, para que la cuestión no denigrara en chacota y no perdieran la perspectiva de por qué se había hecho esa conexión. La parodia continuó adelante, con los dos muchachos parados en guardia a lado del profesor. El pequeño hacía mucho movimiento de cabeza y de cintura para franquear la primera línea de ataque de su rival, entrando por los lados del jab que lo piqueteaba, mientras el muchacho grande se mantenía estacionario, confiado como suelen estar los de su medida en las certezas de su envergadura. No es que hacían un sparring, no, aunque tenían todas las ganas, simplemente hacían gestos, ademanes. La lectura que se había convenido en hacer colectivamente parecía en ese punto una cuestión de sentido común. Lectura=estrategia. El profesor sintió que no había enseñado nada, esos chicos lo llevaban en la sangre, en los genes, en la melena, en alguna parte, qué iba a saber él...

Al final de aquella explicación llegaron a hablar todavía de Bruce Lee, de Anderson Silva, y hasta de Muhammad Alí, todos ellos grandes estilistas, peleadores estéticos, que llevaron más lejos las posibilidades de la disciplina que practicaron. Los muchachos se sentían a gusto en medio de esa conversación, sólo algunas jovencitas que también estaban presentes en el salón se mostraban algo incrédulas, sin embargo parecían hallar algo de sentido en lo que se estaba diciendo. El profesor no quiso extenderse más sobre el tema sin antes establecer alguna conexión explícita y formal entre el boxeo y la práctica de la lectura. La cuestión central era sencilla: la lectura es también un medio para aprender defensa personal. Sí, cierto, puedes leer un libro de defensa personal y aprender algo de ese trajín. Pero al mismo tiempo, la lectura misma, cuando la incorporas como parte de las disciplinas de tu vida, se constituye en un arma. No es lo que lees, sino cómo lees. Muchos en el pasado y todavía en nuestros días se han referido a la escritura como un arma, pero no suelen decir lo mismo de la lectura, tal vez por darlo por sentado. ¿Hemingway no era acaso un fanático del boxeo?, ¿y acaso no decía que existe escasa diferencia entre subirse a un ring y encerrarse a batallar con la máquina de escribir? Muhammad Alí era un gran poeta, maestro de la improvisación a la hora de catalogar sus peleas y denostar psicológicamente a sus rivales; trasladaba después ese aliento poético a la cinemática, su manera de moverse en el ring no tenía paralelo, no entre los pesos pesados; Alí era para el boxeo lo que Brasil es para el fútbol, necesitaba ganar pero jugando bien, luciendo bien, de manera estéticamente bella. Charles Bukowski por su rincón hablaba de la escritura como si se desarrollara por rounds, en alguna parte afirma que él vio rápidamente que no era buen escritor, que en realidad sólo era "persistente": Bukowski se formó a sí mismo como esos boxeadores fajadores que necesitan llegar a los rounds de campeonato, los últimos dos, para mostrarse en toda su dimensión. Una vez pasado ese umbral la cosa es más fácil y hasta puede ser un placer a pedir de boca, en adelante las líneas se deslizan como mantequilla en una rodaja de pan. Esto no significa que sea un picnic tampoco, ¡vaya uno a saber lo que cuesta parir un poema, un libro!, y que si el gran Chinaski nos escuchaba sugerir una idea tal muy posible que se apareciera de alguna esquina en la noche sólo para asestarnos una patada en el culo ¡por semejante insensatez!

El profesor no había usado estas analogías en su corto taller dentro de la feria del libro, no le habían dado el tiempo, o no parecía haberlas necesitado. Como el taller era presencial prefirió hacer algunas explicaciones más dinámicas con los mismos muchachos para captar su atención. Mientras ellos conversaban ya casi media hora, a su lado una de las encargadas de la biblioteca municipal, que organizaba este taller, se debatía con la laptob y el data display para lograr que se proyecte en la pared una película que utilizarían para la sesión: Huracan Carter, con Denzel Washington de protagonista. Esta era la historia verídica de un hombre al que encarcelaron injustamente, cuando ya estaba a las puertas de pelear por el título mundial de los welters. Lo condenaron a cadena perpetua. Ante tal injusticia el hombre pareció solidificarse, se dedicó a forjar su cuerpo como un arma, uniendo arduo ejercicio físico, disciplina mental y lectura obsesiva de textos de todo tipo, sobre todo de literatura y leyes. Fue esa su manera de resistir y lidiar con su larga condena. Además decidió desconectarse de todo lo que ligaba con el exterior, rompió vínculos con su esposa, dejó de añorar la vida que había disfrutado, se metió en cuerpo y alma en esa prisión, y lo cambió todo por la posibilidad de escribir. Él mismo cuenta después en un pasaje: "Escribir es mágico, ¿no sientes eso a veces? Cuando empecé a escribir descubrí que no sólo estaba contando una historia. Escribir es un arma, y es más poderosa de lo que nunca podría ser un puño. Cada vez que me sentaba a escribir, me elevaba por encima de los muros de la cárcel. Podía ver por encima de ellos todo el Estado de Nueva Jersey. Podía ver a Nelson Mandela en su celda, escribiendo su libro. Podía ver a Huey, a Dostoievsky..." Poderosas líneas, tal vez los muchachos las hubieran encontrado sorprendentes, o las habrían guardado en alguna parte de su inconsciente, pero no pudo ser porque la computadora nunca pudo funcionar correctamente aquel día; decidió colgarse apenas comenzada la película, una y otra vez, hasta dos veces, de modo que el profesor decidió en el acto olvidarse de la película, para evitar que se enfriase el entusiasmo que había despertado en su joven y nomádica audiencia. Uno de los muchachos avisó, como hablando entre dientes, que ya iba a dar las cinco, hora en que su colegio debía dejar las instalaciones del campo ferial. Tenía pinta de piola, algunos de sus compañeros lo mandaron a callar, cosa que le agradó al profesor, sólo por un momento, por una cuestión de halago. Después se enteró de que esa era la hora de salida de su bus, de modo que no quiso retenerlos, se centró en cerrar un par de ideas para que se las lleven como libro de bolsillo.

¿Qué restaba decir? Que la lectura te sirve para defenderte, es un medio para construirse a uno mismo como arma, es una cuestión de defensa personal. No vivimos ya en una era de falta de saber, no nos molesta tanto la falta de acceso a la información, al contrario, lo que nos obnubila es el sobreexceso de información que circula por ahí, luego la desinformación, el manoseo del conocimiento por gentes de todas las proveniencias e intenciones. Por tanto, no es ya la ignorancia lo que el sistema educativo debe preocuparse por conjurar. Existe además una ignorancia que es signo de sabiduría, es bueno no saber aquellas cosas que no te convienen saber, la vida avanza para cada uno según tiempos misteriosos, no se le revela al individuo aquello que no estaría en condiciones de soportar, como se suele decir en el lenguaje popular, "la vida aprieta pero no ahorca", y en esta tolerancia se encuentra bien de por medio la ignorancia. Un muy querido amigo, escritor chaqueño, tenía esta frase poderosa con la que establecía una especie de contraseña con las almas afines: "yo cuido mi ignorancia como oro". Existe una ignorancia que es completamente sana, protege la vida, la encamina, le sirve de trasfondo a nuestro saber, como un paisaje en la pintura contiene a sus figuras de cerros, de piedras o de animales, una exhalación, el tono del bajo que dirige a la guitarra y pone el pie cuando la batería debe entrar en escena. 

Pero si no es la ignorancia el enemigo contra el que se combate, entonces ¿cuál es? El verdadero enemigo es la desconexión. Dado que la información sobrevuela alrededor nuestro, y se actualiza minuto a minuto de una manera insensata, lo que nos abruma es la manera inconexa en que se encuentra todo en medio de su sobreabundancia. Vivimos la cultura del zapping, de la navegación sin brújula, nadie ha hablado de brújula en internet, y eso es algo que te aporta la lectura, cuando comprendes que se trata de conectar puntos, líneas con puntos, puntos entre puntos, líneas con sus prolongaciones... El desorden que nos impone la web, sus múltiples opciones, la dispersión, la lectura fragmentada que nos obliga a incorporar como forma de lidiar con la ingente cantidad de conocimiento circulando en formatos multimedia.... todo ello termina en la desconexión, o puede terminar en ese acantilado. Pero si afinamos nuestra habilidad para conectar elementos heterogéneos y darles un nuevo sentido en la intersección, probablemente tendremos a mano una buena manera de aprovechar los limones que existen ahí afuera y hacernos una limonada, en lugar de quejarnos por el sabor agrio del limón.  

Por supuesto que el profesor no utilizó exactamente ese lenguaje, los muchachos tenían la expresión en el rostro de que ya habían tomado los alimentos que necesitaban, era hora de retirarse de la mesa y salir otra vez libres hacia el encuentro con el aire fresco y frío que abrazaba el campo ferial. Así que los dejó ir, complacido de haber compartido con semejante talento contenido en cuerpos todavía muy jóvenes, casi adolescentes. Abrió su maleta, guardó sus cosas en la más pura soledad, y se dispuso a partir, nuevamente, al infinito mundo de los libros que lo esperaban ahí afuera en las estanterías de la feria cruceña. 

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