Una escena de la versión llevada al cine, dirigida por Martin Scorsesse y protagonizada por William Daffoe |
Por: Jorge Luna Ortuño
«Todo hombre tiene un grito que lanzar
antes de morir, su grito. Hay que darse prisa para tener tiempo de lanzarlo.
Ese grito puede dispersarse, ineficaz, en el aire; puede no hallarse ni en la
tierra ni en el cielo un oído que lo escuche; poco importa. No eres un carnero,
eres un hombre; y hombre quiere decir algo que no está cómodamente instalado,
sino que grita. ¡Grita tú, pues! ¡Mi alma íntegra es un grito y mi obra íntegra
es la interpretación de ese grito!»
NIKO KAZANTZAKIS, Carta al Greco.
La última tentación, del admirable escritor griego Niko Kazantzakis, es una novela que causó inmenso revuelo desde su publicación en
1951. En ella el autor combina elementos de corrientes religiosas minoritarias,
como el adopcionismo y escritos de los esenios, con postulados de la filosofía
de Nietzsche (Así habló Zarathustra)
y su propia investigación espiritual, siendo el resultado un texto de ficción
sorprendente, complejo, de momentos de gran placer literario y sosiego interior.
Se trata de una lectura singular y creativa de las Escrituras, que entiende la
práctica del leer como un acto de “dar sentido”, de apropiación y no de
interpretación o imitación.
Desde luego que en aquella época el Vaticano no se mostró
entusiasta respecto de esta libre lectura, llegando en 1954 a prohibir la
distribución de la novela (incluso la Iglesia Ortodoxa griega excomulgó a Kazantzakis).
Posteriormente, en 1988 la novela fue llevada al cine por Martin Scorsese y los
jerarcas de la Iglesia echaron el grito al cielo, haciendo todo lo posible por
impedir su proyección en cines de Europa y Latinoamérica. Algo había en esta
obra que perturbaba profundamente a la élite de la jerarquía católica, también
a los creyentes más rígidos, y lo hace hasta ahora.
Pero poco le preocupaba a Niko Kazantzakis ésta censura, pues no
pedía una sola lectura de su escrito. Igualmente, no fue la intención de
Kazantzakis propagar una visión de incredulidad respecto de las enseñanzas de
Jesucristo, puesto que como relata en el prefacio, nunca se había sentido tan
cerca, ni había llegado a comprender con tal intensidad el amor, la vida y la
pasión de Cristo que en aquellos últimos días y noches que escribió La última tentación. Las líneas postreras
de este prefacio rezan: “Estoy seguro de que todo hombre libre que lea este libro rebosante de amor amará más
que nunca, más intensamente a Cristo”.
Estrategias de lectura
¿Cuál había sido el camino que eligió el director Mel Gibson en La pasión de Cristo (2004) para intentar
que el público se sintiera más conmovido, y por tanto más confirmado en su fe?
Eligió montar una serie de escenas viscerales, sangrientas, acentuando excesivamente
la faceta de la tortura corporal que le infringieron los soldados romanos a
Jesús desde su captura hasta el momento de la crucifixión. Pero, aunque esto
sea discutible, la cinta no supuso mayor aporte a la búsqueda espiritual, fue
un mero calco en imágenes-movimiento de la historia que a todos nos enseñan
desde colegio. Sin embargo, Mel Gibson se había congraciado con el Vaticano, de
hecho se supo que el entonces Papa Juan Pablo II dijo muy conmovido al
finalizar la función privada: “¡es así como fue!”. (Aunque después neutralizara
su posición ante las críticas de antisemitismo que surgieron contra el film).
En cambio, Kazantzakis prefirió una estrategia creativa: optó por ahondar
en las preguntas que sacudían su alma, el estupor que le despertaba la historia
de ese hombre-Dios, y se internó a su vez durante cuarenta días en los
aposentos de su interior para escribirlo en forma de novela.
Las estrategias de El Código
da Vinci y otras historias sobre conspiraciones en el Vaticano, que
sirvieron para cuestionar la doctrina que enseña la Iglesia Católica, aparecen
como juegos de niños frente a la visión iluminada que nos ofrece Kazantzakis,
mucho más cuestionadora, indagadora y amorosa. Pues, ¡qué diferencia hace para
los dilemas existenciales del alma humana que sea la Iglesia una institución
recta o completamente corroída? ¿Acaso la sospechosa administración de sus
fondos millonarios le cambia algo al camino del hombre?
Hoy tenemos nuevo Papa, pero esto no tapa el tema de la crisis de
la institución católica, el padre Pérez Irivarne incluso es más sombrío cuando
dice: “La Iglesia no está en crisis, sino en franca decadencia”; se suman a
esto el escándalo del “Vatileaks”, y los casos de pederastia destapados, y se
puede seguir citando males, pero tal vez éstas no sean las razones por las que
resulta válido efectuar una crítica a la Iglesia, ni reordenar las propias convicciones.
La corrupción, el uso dañino del impulso sexual reprimido, la codicia, son
males humanos que siempre la van a rodear. Lo que sí podríamos preguntarnos es:
¿a qué estado mental, físico y espiritual permite acceder el modo de vida
prescrito para y por los representantes de Dios en la tierra?
Si hay algo que debe reivindicar el ser humano para sí mismo es la
libertad de investigación, que no se le cierren accesos a ninguna de las
fuentes que pueden en potencia hacerlo crecer como ser. Luego, carece de
interés criticar a la institución, más vale indagar sobre el propio desarrollo
espiritual. No es el estado de la Iglesia Católica como institución lo que más
me preocupa, sino conocer las implicaciones del tipo de relación que elijo
tener con la Iglesia como institución. Creo que esto es lo que nos dice Kazantzakis
entre líneas. Se entiende entonces que la visión que comparte de la pasión de
Cristo no fue censurada porque brinde una lectura “satanizada” o “pagana” de la
pasión de Cristo; lo que lo hace peligroso es que haya querido mostrar que no
existe una única lectura posible de las Escrituras, y que esa lectura se
configura en consonancia con las complejidades del camino interior de cada ser
humano.
Domingo tras domingo, en la lectura evangélica, la Iglesia insiste
en tratar a sus fieles en tanto “lectores modelados”, que se conforman con
hacer de la lectura institucionalizada y sacramentada de las Escrituras la base
que regulará su conducta diaria, al menos en teoría. Es esto lo que sostiene la
obediencia a los sacramentos y el dogma. Pero ¡qué lectura subversiva era la de
éste novelista griego!, que reivindicaba la práctica de la lectura como
productiva y creadora, contra todos los guardianes, los clérigos que creen poseer
la única lectura legítima de las Escrituras.
Conviene aquí recordar otra de sus novelas aclamadas, Zorba el griego (1946), donde Kazantzakis
habla a través de la voz de Zorba: “Las personas necesitan un poco de locura,
de otro modo nunca se atreven a cortar la soga y liberarse”. Y es esta locura
la que se oculta en todas las misas. La soga es el lazo imaginario que une al
individuo, en tanto que creyente, con la institución de la religión organizada.
Necesario es distinguir dos instancias: 1) La institución en sí, en tanto que
cosa y 2) la imagen que nos hacemos de nuestra relación con la institución. Nuestro
estado mental se forma solamente en base a lo segundo. Dicho de manera somera,
se empieza a cortar la cuerda cuando se entiende que esa imagen es construida socialmente,
no es un imperativo celestial. Según esa imagen nuestra relación con la Iglesia
es de obediencia ciega y sumisión, nunca de cuestionamiento ni de libre
pensamiento. Cortar la soga es liberarse de la imposición de una forma de leer,
la que exige la adhesión a la interpretación autorizada. En cambio, todo se
refresca cuando se reivindica la multiplicidad de lecturas, incluso de aquellos
textos como la Biblia o El Capital, en torno a los cuales se erigen
instituciones que reclaman su preponderancia en base a la “adquisición” de los
derechos reservados, de una forma de leer que los autoriza, y a la vez los
convierte en autoridades. (El efecto que Lyotard denomina
legitimante/legitimador).
Prácticas de lectura
Es en este sentido que Kazantzakis se valora como escritor
visionario, mientras se convierte en enemigo de instancias como la Iglesia, que
se especializan en ponerle grilletes a la aventura de la lectura. Él, como
otros antes y después, Giovanni Papini por citar uno, propuso convertir las
Escrituras en un campo de lectura creativa, de búsqueda interior, sin
interpretadores oficiales que designen un significante madre.
Así lo confirma un pasaje de la novela de Kazantzakis donde, antes
de irse al Monte de los Olivos, Jesús reclama a sus discípulos:
Yo digo una cosa y vosotros escribís otra… ¡y los que os leen
comprenden otra distinta! Yo digo: cruz, muerte, reino de los cielos, Dios, ¿y
qué comprendéis? Cada uno de vosotros pone en esas palabras sagradas sus
pasiones, sus intereses, en suma, lo que le conviene, y mi palabra desaparece,
mi alma se pierde… ¡ya no puedo soportar esto! (p. 370).
En
el reverso de ese lamento se vislumbra la verdad: la lectura es algo que le
concierne a cada uno y a nadie más. En el clímax de la historia, Jesús agoniza
en la cruz sin consuelo, de repente todo se congela... Vive en unos instantes
–que a él le parecen años– la vida que hubiera llevado como hombre corriente, un
carpintero casado y con hijos. No es una fantasía, pues, como si fuera un
cuento borgiano, el tiempo se bifurca, un ángel lo baja de la cruz, le dice que
Dios ya no quiere que sufra, y luego vive su vida en una dimensión paralela. En
esa vida, tiempo después, se encuentra en la plaza con el apóstol Pablo, que
está predicando sobre la muerte y resurrección de Cristo ante una muchedumbre
anonadada. Indignado, se le acerca y lo exhorta a callarse llamándole
mentiroso: Él nunca murió ni tampoco resucitó, es un hombre corriente que vive
feliz. En ese momento, ese Pablo malévolo ofrece la mayor subversión
respondiéndole:
“No me callaré. […] Me burlo de las verdades y de las mentiras, de
que hayas sido crucificado o no lo hayas sido. A fuerza de obstinación, pasión
y fe, forjo la verdad. No me esfuerzo por hallarla; la fabrico. […] Es
necesario, ¿entiendes?, es absolutamente necesario que tú seas crucificado para
que el mundo se salve, y yo te crucificaré, lo quieras o no; es necesario que
resucites, y yo te resucitaré, lo quieras o no. […] Grita cuanto quieras, si
ello te divierte. No me inspiras temor y, además, ni siquiera te necesito ya”.
(pp. 424-425).
Lo
que Pablo le está diciendo es “no te metas, no te incumbe, pues ésta es mi
propia lectura, y ésta es la que les ofrece consuelo a los desdichados, ¿qué
importa si es verdadera?, funciona”. Pablo corta la soga imaginaria, su lectura
es tan válida como cualquier otra, tiene su propia consistencia. Finalmente le
restriega estas palabras a Jesús:
“Seré tu apóstol, lo quieras o no. Te fabricaré una vida y
fabricaré tu enseñanza, tu crucifixión y tu resurrección según yo las entienda.
No te engendró José, el carpintero de Nazaret, sino yo, Pablo de Tarso. […]
¿Quién te pide tu opinión? No necesito de tu permiso. No tienes derecho a
mezclarte en mi trabajo”. (pp. 425-426).
¡Poderoso
pasaje! Kazantzakis esboza así una crítica estremecedora contra los
intermediarios que utilizan su lectura canonizada de las Escrituras para
auto-legitimarse como autoridades. ¿Acaso no es el rol de ese Pablo el que
juega la Iglesia? Dostoievski lo denunciará a su modo en otra novela memorable.
No es un gran misterio. Hay que denunciar el carácter impuesto de las lecturas
institucionalizadas de las Enseñanzas de Jesús, y de cualquier otro texto. Todo
libro invita la pluralidad de prácticas de lectura. La condición es tener
presente que una lectura es algo que le concierne a cada uno, y se pierde el
sentido de libertad cuando se pretende imponer a otros nuestras propias
lecturas, peor aún cuando se confeccionan actas, protocolos de lectura y
mandatos de formas de vivir en torno a ello. Una novela no siempre es sólo una
novela, a veces es un vehículo para golpear con un martillo los puntos muertos
de la tendencia. Que sea el mismo Kazantzakis el que cierre la nota. La hoja es
suya amigo lector.
Hemos visto el círculo más elevado de poderes en espiral. Le hemos
puesto de nombre a este círculo Dios. Podríamos haberle puesto cualquier otro
nombre que quisiéramos: abismo, misterio, oscuridad absoluta, luz absoluta,
materia, espíritu, esperanza última, desesperanza última, silencio. Pero no
olvidar jamás, somos nosotros quienes le ponemos el nombre.
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