Jorge Luna Ortuño - Filósofo
El mundo de los libros es un
mundo maravilloso, demasiado extenso para el tiempo de una vida. Y dentro de la
gran biblioteca humana, la filosofía como área temática ocupa un importante espacio que será el legado de la especie en los siglos por venir.
Pero no es la existencia de una impresionante cantidad de libros de lectura
obligada lo que nos plantea un gran problema a los seres humanos; es decir, no
es lo primero tener que lamentarse al darse cuenta que habrá un montón de ellos
que desconoceremos, que será imposible leerlo todo. Pues lo más difícil, lo que
realmente hace inimaginable el tiempo que necesitaríamos es el hecho de que las
prácticas de lectura se renuevan constantemente, generación tras generación.
Hace poco leí en Internet que la firma japonesa Neurowear creó un auricular inteligente, llamado
“Mico”, que permite controlar la lista de reproducción musical en función del
análisis del estado de ánimo de la persona que lo tiene puesto. El equipo
consta de unos cascos de música convencionales en los que va situado un sensor
situado en la frente, y que es capaz de detectar las ondas cerebrales. (www.alt1040.com). Cito esto porque algo
similar se podría dar con la lectura: imaginen que en el futuro aparecerán unos
I-pods o tablets sensibles, conectados por unos cátodos a nuestros cerebros,
que nos permitirán leer libros digitales, pero ofreciéndonos una versión
variable del texto según el estado de ánimo en que nos encontremos. No es algo
tan descabellado. Después de todo, ya sea cuando observamos un hecho, hablamos
de una persona, apreciamos un cuadro, escuchamos una canción o leemos un libro,
siempre tenemos la capacidad de teñirlos del color que corresponde a nuestro
propio estado de ánimo, a nuestros conocimientos, a nuestra actitud, a nuestra
buena o mala digestión y otros cien factores.
De modo que la apabullante cantidad
de libros existentes, sumada al inagotable material disponible en
Internet, no es nada cuando nos damos cuenta que ni siquiera es suficiente con
leer una sola vez cada libro, puesto que existe una pluralidad de formas de
leer cada uno de ellos, y además éstas se renuevan. Muchas veces decir que un libro no
sirve es una equivocación, más correcto es decir que no te ha servido a ti en
un momento puntual, según los recursos de lectura con los que contabas, el
desarrollo de tu ser como persona y el estado de ánimo en el que te encontrabas.
Más importante aún –algo que se aprende en filosofía– es que no se puede pedir
al libro que nos interese; no existe relación verdadera con el libro si antes
no viene cada uno con preguntas e intereses propios, en búsqueda de algo,
aunque sea el simple hecho de querer sentirse acompañado.
Esto nos lleva a ver algo que se omite
cuando se habla de leer. Es muy común escuchar en diversas esferas de nuestra
sociedad que se necesita fomentar más “el hábito de la lectura”. Pero casi
nadie en nuestra sociedad se anima a precisar qué tipos de prácticas de lectura
deben fomentarse, según qué concepto de la lectura e idea de lector(a). Año
tras año se organizan ferias del libro, se abren librerías, se expande la
piratería de libros universitarios, de autoayuda y organización empresarial; de
hecho, actualmente en Bolivia se especula sobre la aprobación en el Senado de
la Ley del Libro y de la Lectura Óscar Alfaro. Al respecto, Pablo Groux,
ministro de culturas, sostiene que un objetivo de la ley es “ofrecer a la
ciudadanía una mayor accesibilidad a los libros, con precios más baratos y
mayor acceso a bibliotecas públicas, las cuales se crearán en cada municipio”.
(La Razón, Bolivia 26-03-2013). Aunque suene positivo, nos parece que ésta
política de incentivo se mueve en base a una comprensión estándar, muy pobre y
desactualizada del acto de leer en el mundo que vivimos. No es una cuestión de
precios ni de falta de bibliotecas lo que facilita el acceso a los libros,
puesto que existen libros de todos los precios y escasos son los ciudadanos que
van a leer a una biblioteca otra cosa que no sea el periódico. Lo que realmente
puede fomentar las relaciones con los libros, y el acceso a los textos, es
cambiar nuestra manera de concebir el acto mismo de la lectura.
Hasta aquí hemos planteado
brevemente un problema, y ese problema exige que se piense el término lectura
como un concepto. Brindaremos un ejemplo para mostrar hacia donde vamos.
Tomemos el artículo publicado en el
diario El País, Madrid, por Javier Goma Lanzón (Suplemento Babelia, 14-03-2013)
que titula “¿Dónde está la gran filosofía?”.
El autor defiende la tesis de que en los últimos 30 años, la filosofía
contemporánea habría desertado de su misión de proponer un ideal y un relato
totalizador a la sociedad de su tiempo, y por ello estaría en deuda. Además enfatiza
que la filosofía siempre existió para proveer ideales intemporales y
universales, una especie de objetivos morales que inspiren a los ciudadanos,
que les dicten normas sobre cómo deberían ser. Pero ¿acaso es esa la tarea de
la filosofía? En una carta al director,
(publicada el 23-03-2013), el lector Violant Barquet le objeta al autor que “los
ideales no se proponen, ya existen”. Nosotros sumaríamos además que las
diferentes formas de religión organizada ya se encargan de proponer ideales
(paraíso terrenal, p.e.), y que ésta visión corresponde a la propuesta del gran
Platón –tierra de cultivo de la teología cristiana– pero que no se puede hacer
de ella una generalización para toda la filosofía. Siguiendo con la carta de
Violant, él agrega que “la tarea de la filosofía, desde su origen hasta
nuestros días, fue y debería seguir siendo la de poner en duda, es decir, cuestionarse lo que se da por
hecho”.
La pregunta fácil sería ¿quién
tiene la razón? Pero plantearlo carece de interés. Cierto es que nos sentimos
más cercanos a los criterios de Violant Barquet, pero no porque él posea la
razón, simplemente por una mayor afinidad en la forma de leer los textos
filosóficos. Goma Lanzón termina así su artículo: “Si la filosofía quiere
recuperarse como gran filosofía, debe hallar el modo de proponer un ideal
cívico para el hombre democrático…”. No
compartimos esta idea porque, en nuestra práctica de lectura, no esperamos de
una filosofía que nos provea de respuestas ya masticadas y digeridas –antes
todo lo contrario. Lo que el autor del artículo mencionado propone es completamente
legítimo, y no hay lugar para la discusión, simplemente se trata de diferentes
acentuaciones en la lectura. Es evidente que éste señor ha leído bastante, o al
menos tiene un conocimiento amplio de la bibliografía filosófica moderna y
contemporánea. Pero lo que él busca en los textos de la historia de la
filosofía es probablemente algo que encontraría mejor en manuales de vida,
tratados de moral. Hegel nos ha dejado un relato totalizador quijotesco, pero
de difícil lectura, ¿cuántos lo llegan a leer? ¿Y cuánto ha influido
positivamente en la historia? Kant construyó su obra como una maquinaria
perfecta, nos proveyó del imperativo categórico, ¿dónde más se puede llegar en
filosofía en temas de moral? Nietzsche planteó la inversión de todos los
valores, nada le hubiera resultado más repugnante que hacer de sus libros unos
recetarios normativos.
Por otra parte, la manera que
tiene Javier Goma de etiquetar a los filósofos corresponde a las que se dan en
los manuales de filosofía, los cuales tienen su propio código de lectura, más
abarcador, revisionista y divulgador. Él cita decenas de libros y autores
contemporáneos de manera erudita, sólo para despacharlos como insuficientes o
ajenos a su idea de “gran filosofía”. Hay que entender cuál es el problema que
plantea: su problema es que la ciudadanía se encuentra carente de modelos, certezas,
bases bien fundadas sobre cómo vivir hoy en día de una manera superior, y le
reclama a la filosofía contemporánea la responsabilidad de establecerlas. Para
nosotros el problema que interesa es otro. Sólo para ubicarse en un plano, es bueno poder identificar según qué
tipo de lectura plantea lo que plantea; nos parece una lectura más propia del
comentarista y recopilador de textos. No es ni mala ni buena, simplemente es
una práctica de lectura posible. La cuestión es que esa práctica de lectura,
que no sabemos si es plenamente consciente, le marca también topes y límites a
su manera de aprovecharse de la filosofía.
He aquí la gran diferencia. Para
nosotros no se trata de cuánto puedes esperar de un libro de filosofía, sino de
cuán preparado estás para saber aprovecharte de éste. Antes que la lectura, el
lector. ¿Dónde lee? ¿Cómo lee? ¿Para qué lee? Jean Marie Goulemont señala que
“el lector, en su relación con el texto, se define por una fisiología, una
historia y una biblioteca”. (En su ensayo: “La lectura como producción de sentido”).
Siempre que leemos estamos relacionando lo leído con nuestra biblioteca leída
(sea grande o chica), con nuestro pasado, con nuestras vivencias, y nuestro
entorno. Todo lo que tenemos es nuestra memoria y nuestra imaginación, por eso
es importante leer, para enriquecerlos cada vez más, de modo que la siguiente
lectura sea más productiva, más comprensiva, más placentera. Para nosotros el
problema es otro, porque nos damos cuenta de que los grandes filósofos que
admiramos, todos ellos, escribieron según los problemas de sus sociedades y
según las condiciones de lectura de esas épocas. La forma de leer ha cambiado
radicalmente en los últimos 30 años, sería tonto negarlo. Entonces el problema
es ¿cuáles son las prácticas de lectura idóneas para el aprovechamiento de los
textos filosóficos en la actualidad?
Hace ya un tiempo que se
popularizan los institutos que enseñan métodos para leer más rápido (“lectura
veloz”, “lectura inteligente”), pero están enfocados principalmente a textos de
no ficción. ¿De qué serviría en filosofía leer más palabras en un minuto si no
se comprende? Ahora, comprender es algo que depende mucho más de las
condiciones del lector que de la prosa del escritor, del sentido que éste ha
querido darle al texto o de la forma que lo ha hecho. Y hoy en día los textos
multimedia, el uso de los blogs, las aplicaciones móviles para leer libros
digitales en tablets o I-phones, todo ello implica una revolución en las
maneras de leer, en la forma de captar pensamientos. El libro de Gordon Dryden
y Jeannette Vos, La revolución del
aprendizaje, es de lectura indispensable para ponerse al tanto.
Por otro lado, todo nuestro
trabajo está enfocado en relacionar la filosofía con la práctica. Creemos que
ya no funciona aquella definición que la considera sólo reflexiva, o
contemplativa. En todos los ámbitos de la vida se demanda mayor reflexión, ya
sea en torno a la crisis de la Iglesia Católica, del fútbol nacional, de la
política, del Estado, de la economía mundial. Y en todos lados se murmura lo
mismo: “debemos reflexionar sobre los temas de fondo”, “hay que reflexionar acerca
de la estructura misma”, “hay que llegar a la esencia de las cosas”… ¿Cómo es
que se sigue considerando inútil a la filosofía? Pero su utilidad no viene de
que sea reflexiva. Nadie necesita de la filosofía para reflexionar sobre su
campo, pero si se sale de su campo y busca en la filosofía puede ampliar sus
maneras de aproximarse al problema, de plantearlo, de rayar sus vértices. Para
nosotros la filosofía no enseña ideales, en cambio enseña a leer. Y no es poca cosa,
pues la manera en que usted lee una situación, un problema, un partido, un
libro, un cuadro, una relación, etc., puede cambiar la manera en que usted
piensa, vive, aprende, trabaja, enseña y actúa. El filósofo no es un sabio,
pero es justo esperar de la filosofía una mayor comprensión de las cosas, del
funcionamiento del mundo, de las relaciones de poder, de la construcción de uno
mismo…
Para nosotros leer, antes que buscar significados, es "hacer algo"
con el texto, ponerlo en acción en otra parte, y no existe una sola lectura
erudita ni profesional que pueda reclamarse como la “verdadera”. Nuestras
formas de experimentar el estar-en-el-mundo cambian, y nuestra experiencia del
libro también. Así, leer es como analizar un combate de boxeo: Cus D`Amatto y
Mike Tyson visionando cintas de boxeo históricas: Dempsey, Louis, Frazier, Alí,
Foreman… Y viendo esas cintas con el propósito de tomar algo para incorporarlo
a su propio arsenal, construir su estilo. Esa es una práctica activa de
lectura. Lo mismo se puede hacer cuando se entra en el fabuloso mundo de la
filosofía. ¡Tanto para extraer! Lo único que se necesita es tener cada uno su
propio plan en marcha, una dirección a la que tiende espiritual y
profesionalmente, y entonces se sabrá mejor qué es lo que hay que buscar, dónde
pulir y dónde potenciar. Antes que un “hábito”, la lectura es un “placer” de
vida.
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éste artículo publicado en La Razón, Tendencias