El día de tu santo no significa muchas cosas, en todo caso es una oportunidad de reunir a los que quieres, de visitarlos, de organizar una reunión de esas en las que familiares y amigos se suben al avión y se afanan para llegar de alguna parte. Me ha sucedido en distintas ocasiones que el cumpleaños llegó con la sensación de un recordatorio, una cuestión de cuán cerca estás de donde te habías propuesto. Es una presión si se deja a la mente que tome el control, pero cuando se aprende a tener comodidad incluso en escenarios imprevistos, entonces la cuestión cambia, pues la felicidad no puede depender del momento en que adquieras algo o alcances algo. Por otro lado, lo que debería recordarnos el día de nuestro santo es que somos mensajeros de paso; mi cumple cae un día después de la celebración de Todos Santos, cuando las almas visitan las casas según la creencia, de modo que la figura de la muerte está muy presente en esos días, aunque sea de modo ritualísta, y se pasa con aire jovial por nuestras narices. El tiempo externo puede medirse de alguna manera, el reloj social nos dicta el ritmo y bailamos ante él. Pero es cierto también que existe otro tiempo interno que no se puede medir, en el que no se sabe muy bien cuál es la edad, porque se trata de una especie de riachuelo o de laguna que yace tranquila y donde los sonidos son armoniosos, todas las cosas de la vida pasan por ahí sin agitar la belleza de su silencio y sus brisas. Ahí me siento instalado cuando salgo en las mañanas temprano a seguir mis rutinas de ejercicio y respiración. El nuevo santo me encontró relajado y en paz, fruto de esta conexión que enjuaga la vista y le da frescura a la vida. Soy afortunado por tener a los que tengo a mi lado, qué más podría desear.