Gilles Deleuze (1925-1995) |
¿Qué es hacer
filosofía? ¿Cuándo un libro o dispositivo produce filosofía? ¿Cuál es la unidad
de trabajo del filósofo? Con soltura y bello estilo, Gilles Deleuze (1925-1995)
respondió a lo largo de sus casi treinta libros a estas preguntas.
Emparentado con la llamada “generación dorada francesa” –en la que también se
suele citar a Michel Foucault, Jacques Lacan, Louis Althusser, Roland Barthes y
Claude Levi Strauss– éste filósofo dedicó su vida a la confección de un
pensamiento que le devolviera un poco de aire fresco a la filosofía, que en
aquellos años 50 del siglo pasado estaba enclaustrada en el clima rígido y
acartonado de la Soborne. Deleuze recuerda en diversos pasajes de sus
entrevistas que ya no podía soportar a Hegel y las triadas, ni a Descartes y
los dualismos, los cuales eran el alimento “oficial” en los corredores
universitarios. Identificó a la historia de la filosofía como “formidable
aparato represor al interior de la filosofía”, pues a nadie se le permitía
pensar más allá de lo que ya había sido pensado, ni hablar con voz propia, sólo
rumiar la vieja sopa recalentada, Husserl y la fenomenología, Heidegger y el
Ser, Hegel y la dialéctica…
El poeta chaqueño Jesús Urzagasti (1941-2013) |
Evidentemente,
toda disciplina hereda siempre las represiones de su tradición. No se puede ser
tan ingenuo como para hacer de la idílica libertad el ideal máximo, mientras
hay algo más difícil de lograr: más desafiante es saber ser artista en cualquiera que sea el campo que nos desempeñemos.
Ésta la definición de artista de Bergson: aquel que convierte las imposibilidades en
medios; transforma los obstáculos en peldaños; aprende a seguir las reglas para
trascenderlas. La creación es la única resistencia posible. Consciente de ello,
Deleuze introdujo procedimientos creativos al interior de la filosofía,
formando una ontología que combinaba elementos de la metafísica tradicional con
otros de corrientes minoritarias (inmanencia de Duns de Scotto, duración de
Bergson, modos y atributos de Spinoza…). A fuerza de ser creativo, Deleuze supo
salir de la filosofía haciendo filosofía. No necesitó, como otros
filósofos, escribir novelas, obras de
teatro, o componer canciones. Su proyecto de vida siempre consistió en abrirle
ventanas a la filosofía, “una palabra, una musiquilla, una historia, una línea,
llaves en el viento para que mi mente huya, y proporcionar a mis cerrados
pensamientos una corriente de aire fresco…”[1].
Lecturas
Leer a Deleuze
es lo más parecido a darle con el palo a una piñata llena de juguetes y
colorido, pero que trae consigo también algunos monstruos y ecos de
profundidades inquietantes. Él logra que la filosofía se codee más afablemente
con la literatura, la farmacología, la lingüística, el teatro, el cine… Con él
la lectura es más que nunca un juego de guiños y de postas, nos presenta a un
autor que nos lleva a otro y a otro: Henry Miller, Virginia Wolf, Artaud,
Kafka, Becquett, Godard, Melville, D.H. Lawrence… Sin embargo, no se trata de
mezclar por mezclar. Tiene razón Tomás Abraham cuando hace notar que ésta
filosofía no es la invitación a un “carnaval de confites”, no es un asunto
lúdico, Deleuze construye un pensamiento riguroso, que impone concentración,
dedicación, lectura atenta. Pensar no es entretenimiento. El filósofo no es
aquel que está en búsqueda de la verdad. La verdad, para Deleuze, sólo tenía
sentido en el tiempo y sobre el tiempo, y sólo si su búsqueda “es la aventura
propia de lo involuntario”. Decía que el pensamiento no es nada sin algo que
fuerce a pensar, sin algo que lo violente. “Mucho más importante que el
pensamiento es lo que da a pensar. Mucho más importante que el filósofo, el
poeta”, escribe en Proust y los signos.
Quizá lo diga porque al filósofo le ha costado mucho más que al poeta darse
cuenta de que él no es el punto de partida del pensamiento, ni siquiera su
condición excluyente.
Leer a Jesús
Urzagasti, poeta de los poetas, me permitió comprender mejor esta cuestión, que
trata desde Tirinea (1969), su primera novela. Por algo más que
el gusto por los heterónimos y el discurso indirecto, los estudiosos sugirieron
que el pensamiento de Deleuze era la versión filosófica de la poesía de
Fernando Pessoa, o viceversa, sin embargo, presentimos que la obra narrativa y
poética de Jesús Urzagasti lo convierte en amigo mucho más cercano (ya
volveremos a ello).
En Mil Mesetas, Deleuze y Guattari
escriben: “Escribir quizás sea sacar a la luz ese agenciamiento del
inconsciente, seleccionar las voces susurrantes, convocar las tribus y los
idiomas secretos de los que extraigo lo que llamo Yo. Yo es una consigna. […]
Mi discurso directo sigue siendo el discurso indirecto libre que me atraviesa
de parte a parte y que viene de otros mundos o de otros planetas” (p. 89). Y en
Qué es la filosofía complementaron: “¿Quién es Yo? Siempre es una tercera
persona” (p. 66), haciendo resonar el eco de Rimbaud (Yo soy Otro)[2]. Ni el
pensamiento ni la escritura dependen de un Yo, ni de un núcleo centrado. Deleuze
definió a la filosofía como creadora de conceptos, rescata así la especificidad
de su labor. En rigor, tres son las tareas que le confiere a la filosofía: 1)
Trazar un plano, 2) Inventar un personaje, 3) Crear un concepto. Cuando dice, según la cita, que hay que
“seleccionar las voces susurrantes, convocar las tribus y los idiomas secretos
del interior”, apunta a la confección de una filosofía novelada, sin sujeto,
pues introduce a los personajes en la filosofía. Deleuze los llama personajes
conceptuales, son los que describen el plano de inmanencia del autor, ponen en
juego los problemas que trabaja, inspiran la creación de conceptos originales.
Ej: El tribunal de la razón en la Crítica de Kant erige al Juez como personaje
conceptual, es el mismo papel que juega Sócrates para Platón, el Idiota para
Nicolás de Cusa, Zarathustra para Nietzsche, Don Juan para Kierkiegaard, o
Proletario y Burgués para Marx. “El personaje conceptual no es el representante
del filósofo, es incluso su contrario: el filósofo no es más que el envoltorio
de su personaje conceptual principal y de todos los demás, que son sus
intercesores, los sujetos verdaderos de su filosofía. Los personajes
conceptuales son los heterónimos del filósofo, y el nombre del filósofo, el
mero seudónimo de sus personajes”. (p. 65). Así es como se puede entender que
el filósofo siempre escriba en tercera persona.
La búsqueda de
salidas para Deleuze era también una cuestión de salud. Nuestro filósofo
padecía una tuberculosis grave, que en más de una ocasión lo mandó al hospital.
Deleuze aprendió con su enfermedad que la salud diagrama la radiografía mental
de un pensamiento. En 1968, poco después de terminar Diferencia y repetición, fue atendido de emergencia, y poco faltó
para que ese ataque cerrara su vida. Tomás Abraham sugiere que la posterior
creación del esquizoanálisis, en colaboración con Félix Guattari, fue un
intento por hacer del pensamiento una cuestión de salidas para sus ametrallados
pulmones: “Podría decirse que el interés de un pensamiento filosófico es el
modo en que trabaja y transforma sus defectos, sus debilidades, sus llagas y
vergüenzas, y sus límites. […] El mismo Deleuze es un excelso trabajador de sus
defectos y carencias, de su falta de aire, de su tuberculosis mal curada, de su
tos asfixiante, es un pensador de ventanas, de líneas de fuga, de
esquizoanálisis, de paseos, gritos y espejos rotos, de aire, y más ventilación,
de afueras”[3].
Es también
desde ese afuera que se encuentran nuevas claves para leer a Deleuze. Él decía
que no son filósofos los funcionarios que se conforman con comentar y repetir
lo que los grandes filósofos han escrito en otros tiempos. Invitaba a que se
considere el tiempo de la filosofía más que la historia de la filosofía.
Postuló el tiempo de la filosofía como un grandioso tiempo de coexistencia, que
no obedece a las leyes de sucesión ordinaria; los filósofos del pasado serían
como estrellas muertas en el firmamento cuya luz está más viva que nunca. De
ahí que leer a un filósofo es relacionarse con algo vivo, y la lectura no puede
ser condicionada por criterios de clasificación repetitivos, debe renovarse.
Así, Deleuze confeccionó su filosofía según una operación similar a la que pone
en marcha Jesús Urzagasti en De la
ventana al parque, donde el narrador hace las veces de intermediario entre
sus amigos muertos que no estuvieron destinados a no conocerse en vida, por la
disparidad de sus mundos. Deleuze nos dice que los filósofos, aun muertos,
resplandecen como puntos luminosos, y nuestra lectura tiene la tarea de
conectarlos. Urzagasti escribe: “En lugar de llorar, los muertos cantan; no el
canto alegre y bullanguero de los que irresponsablemente transitan por las
calles del mundo. Se trata de un canto sumamente responsable, hecho de sombras
luminosas y sin una pizca de alcohol, por lo tanto sin melancolía”. (p. 12).
De modo que Deleuze canta con aquellos que,
desde la tumba, hacen sentir el estruendo de su vitalidad inmanente. Algunos de
ellos ni siquiera cruzaron un saludo en vida, como es el caso de Spinoza y
Nietzsche, o de Bergson y Hume, y sin embargo en la filosofía deleuziana se
convierten en amigos, son sus personajes conceptuales. Deleuze se multiplica,
reivindica en todo momento la despersonalización del pensamiento. Toda la
capacidad de instaurar un plano, inventar personajes y crear conceptos, ha
tenido la intención de contestar una pregunta central en su proyecto: ¿Cómo
devenir-imperceptible? Sueña con hacerse imperceptible. Quizá estas palabras de
Henry Miller en Trópicos de capricornio lo
expresen cabalmente: “El ojo, liberado del Yo, ya no revela ni elimina nada, se
desplaza a lo largo de la línea del horizonte, viajero ignorante y eterno… He
quebrado el muro que crea el nacimiento y el trazado de mi viaje es curvo y
cerrado, sin ruptura… Mi cuerpo entero debe devenir un rayo perpetuo de luz
cada vez más intenso… Aprieto mis oídos y mis labios. Antes que vuelva a ser
hombre, probablemente existiré como parque…”.
(Citado por Deleuze en Diálogos). Existir como parque antes que volver a ser
hombre…, los orientales podrían entenderlo como una experiencia de iluminación,
Buda bajo el árbol…
Epílogo
Habiéndose retirado de la
docencia en 1987, y aquejado por su tuberculosis agravada, un sábado de 1995 se
supo que Deleuze había saltado al vacío desde la ventana de su apartamento de
la Avenida Niel, en el distrito XVII de la capital francesa. A los pocos días
fue enterrado en la pequeña aldea del Limusín (región situada en el centro de
Francia), una zona en la que le gustaba pasar habitualmente sus vacaciones. Las
exequias se realizaron dentro de la más estricta intimidad. Siempre afirmativo,
alegre, experimentador, padeció un exceso de vida, tuvo una vida demasiado
grande para su debilitado cuerpo. Él mismo había dicho respecto de la salud
frágil de Spinoza y Nietzsche: “los organismos mueren, pero no la vida. No hay
obra que no deje a la vida una salida, que no señale un camino entre los
adoquines. Todo cuanto he escrito –al menos así lo espero– ha sido vitalista”.
(Conversaciones, p. 99).
No se hicieron esperar las voces
sarcásticas, que encontraron en el suicidio de Deleuze una contradicción
respecto de toda su obra vitalista. Era hilarante, un filósofo que reivindica
la vida y termina suicidándose, ¿de qué sirve leerlo? Así me lo dijo una vez
Alison Speeding, y se me quedó grabado. Me parecía una visión muy triste. Años
después, las lecturas me guiaron en silencio hacia la respuesta. Deleuze ya
había escrito éstas palabras premonitorias:
“El rostro y el
cuerpo de los filósofos albergan a esos personajes que les confieren a menudo
un aspecto extraño, sobre todo en la mirada, como si otra persona viera a
través de sus ojos. Las anécdotas vitales cuentan la relación de un personaje
conceptual con los animales, las plantas o las piedras, relación según la cual
el propio filósofo se convierte en algo inesperado, y adquiere una amplitud
trágica y cómica que no tendría por sí solo. Nosotros los filósofos, gracias a
nuestros personajes, nos convertimos siempre en otra cosa, y renacemos parque público o jardín
zoológico” (QEF, p. 75).
Mientras la mayoría vive en las
tinieblas de la espera, confiando en que el día de la cita con la muerte sea lo
más tarde posible, los seres que han aprendido a mirarla de frente, a fuerza de
su vitalidad desbordante, saben bien cuándo se deben bajar los telones y dejar
que la música dirija. (Se cuenta de un maestro Zen que habiendo comprendido que
sería su último día de vida, se levantó del lecho de enfermo y caminó por sí
solo hasta un lugar donde cavó su zanja para lanzarse en ella). Entonces
recordé: Existir como parque antes que
volver a ser hombre… A esto se refería Deleuze, devenir-imperceptible,
abrir la última ventana… Mi corazón saltaba de gozo. En la manera superficial de observar los sucesos siempre
se creerá que Deleuze se quitó la vida, pero sólo los poetas saben que su salto
fue un acto de absoluta sobriedad. Aquel sábado supo que se terminaba el gran
libro de su vida, y entonces tuvo un gesto que Jesús Urzagasti ha sabido
retratar al concluir su tercera novela, De la ventana al
parque, con estas líneas: “Está bien, mejor no puede estar –dije al encerrarme en mi
habitación muchísimos días con mis amigos muertos. Pero ha llegado la hora de
abrir todas las ventanas para echarlos a andar por las calles de la ciudad de
La Paz. Ahora que brincaron hacia el gran parque latinoamericano, en lugar de
cerrar las ventanas, salto yo mismo –con mis sesenta páginas bajo el brazo…”. (pp. 123-124). Es la sensación dichosa del
haber cumplido, llegar a la cima y entregar triunfante el “yo”, un torrente de
gratitud lo desborda, ha sido maravilloso, ¿qué más podía pedir?, a Gilles Deleuze
sólo le restaba saltar de la ventana al parque, acompañado de sus personajes
conceptuales. ¡El gran sueño se ha cumplido!
* Este artículo fue publicado en el Número 120 de la Revista boliviana NUEVA CRÓNICA Y BUEN GOBIERNO. Visiten: www.nuevacronica.com donde se encuentran todos los números disponibles en pdf.
[1]
Bob Dylan, Escritos y dibujos, pp. 222-225.
[2]
También como parte de este mismo linaje, Urzagasti escribe en Tirinea: “Yo soy
el templo de mi voz, pero mi voz apenas es mía y viene precedida por la voz de
tantos que han muerto sin haber nacido”. (Primera edición, p. 120).
[3] Tomás
Abraham, “Batallas éticas”, pp. 8-9.