Parte I
Escribir un libro, cuando se hace con
honestidad, es un motivo de gozo para cualquier ser humano. Cuando se logra
finalmente terminar el manuscrito las manos tiemblan, y los ojos sangrantes
descansan en dulce retirada hacia adentro. Difícil es hablar del libro propio
sin cometer indiscreciones ni hacerse el peine. Otros plantan árboles y otros
cosechan la tierra de donde salen nuestros alimentos y casi todos ellos lo hacen
sin abrir el pico ni esperar mayor alabanza. Otras mujeres tienen hijos hasta
decir basta y se confortan en la maravilla de saberse madres sin esperar una
felicitación. No hay vuelta que darle, hablar de tu libro es como querer hablar
de tu propio hijo, mil emociones se reúnen en los bordes de las pupilas y no es
el llanto sino un canto de alegría lo que puebla el pecho enorgullecido. Lo
cierto es que el ser humano es un creador desde la coronilla hasta la punta de
sus dedos, principalmente es un creador de
sus propias dificultades, pues sabe hacerlo todo –incluso sin darse cuenta– para
ponerle barreras a sus propios anhelos. Por eso es bueno que de vez en cuando
alguno pueda salir del pozo de su propia altura y se lance en la creación de un
libro que llegará con el aliento del asombro y las huellas de su propio camino.
Ahora ¿para qué se escribe un libro? Para
compartir oxígeno, como se hace con cualquier planta en el jardín. Es
simplemente otra manera de compartir. Una forma de donación en la que nuestros
seres queridos siempre encontrarán algunos guiños y referencias amistosas.
Cuanto más avanza uno en su elaboración más se va dando cuenta de que el libro
está fuera de sus manos, y supera el alcance de su voluntad. Se duerme en la
noche pensando en él y al día siguiente se comienza de nuevo esa tensión por
darle forma al libro inacabado que nos habita. No hay otra razón para escribir
que no sea compartir. No se escribe para influir en las personas, simplemente
se deja ahí unas semillas que tal vez otros tomarán para cosechar nuevos mundos
por su cuenta.
Jesús Urzagasti me dijo una vez que la
escritura es un ejercicio de devolución. Ni más ni menos. Cómo podríamos
nosotros esperar algo por el libro si en primer lugar nadie nos ha pedido que
lo escribamos. Sin embargo todavía estamos aquí vivitos y coleando y por algo
tiene que ser. Después de tanto oxígeno consumido en este universo, después de
tantas mañanas frescas y de tantos atardeceres iluminados sin que la vida nos
haya pedido ni siquiera el cambio, ¿cómo no devolverle el testimonio de las
bellas imágenes que recolectamos en ese tiempo de existencia? Se escribe, se enlaza, se ensamblan líneas
memorizadas con otras de remotas procedencias para darle forma a nuestro propio
canto a la generosidad de los demás. Pues para que uno pueda escribir otros
tienen que hacer contrapeso en el otro lado de la baranda, mientras unos
caminan por la cuerda otros tienen que quedarse sentados. Incluso el ser más
impensado merece nuestro agradecimiento por haber contribuido en el tiempo de
escritura de un libro.
No sorprenderá entonces que se considere ajena
cualquier tipo de soberbia en los espacios donde ha tenido lugar una creación,
pues el escritor es simplemente aquel que tiene la dicha de poner palabras
juntas en un momento determinado en el que otros estaban ocupados cumpliendo
los menesteres que él también necesita para sobrevivir. Henry Miller lo expresa
de bella manera en el prefacio a su obra Los
libros de mi vida:
¨Enriquezcamos o empobrezcamos, quienes
escribimos, los escritores, los hombres de letras, somos sostenidos,
protegidos, mantenidos, enriquecidos y dotados por una vasta horda de
individuos desconocidos, los hombres y mujeres que oran, por así decirlo, para
que revelemos la verdad que hay en nosotros. […] Si escribir libros es
restituir lo que nos hemos llevado del granero de la vida, de los hermanos y
hermanas desconocidos, entonces digo –¡que haya más libros!–¨
Parte II
Durante varios meses estuve entusiasmado
barajeando una idea, la idea de que la lectura es ante todo un acto creativo,
aunque no lo parezca. Me hice tributario de una línea de pensamiento que
considera la lectura como un ejercicio de apropiación antes que de
interpretación. Pero me olvidaba que para poder percibirlo antes tuve que
escribir. No es cualquier lector el que puede acceder a esa libertad creativa.
En última instancia, los mejores lectores son aquellos que escriben. Es la
escritura la que separa a los comentaristas de los creadores. Escribir es testimoniar de modo cristalino nuestras formas de leer, y
leer es una forma de atar los cabos invisibles que se mueven en nuestra
escritura.
Por otro lado, la escritura del primer libro es un acto de graduación
interna en el ser humano, al menos lo sentí así en mi caso. Es un peso menos. Se exhala una paz renovada pero
también se afrontan otro tipo de agitaciones momentáneas. Escribir es nuestra
decisión de ser algo más que solamente lectores, a sabiendas de que tanto el
lector como el que escribe calman la sed visitando la misma fuente. Sin
importar su procedencia, los mejores lectores, los más creativos, los más
fecundos, son aquellos que han pasado por la sala de partos de la escritura.
En mi caso tuve las fuerzas suficientes para dar vida a un libro que
bauticé Pensamiento inalámbrico (Plural, 2012).
Se trata de un libro muy querido para mí porque lo escribí en un tramo en el
que la única certeza que tenía eran las garantías del precipicio. La vida se
había pasado por mi lado y yo no parecía haber hecho nada completo, ni siquiera
o al menos un libro. Caminaba noche tras noche esquivando la cueva del lobo,
ensimismado en conversaciones con el libro que se hilaba de a poco, hechizado,
por así decirlo, en una frecuencia desde la cual recibía una serie de señales generosas,
y las líneas se iban poniendo juntas para guiar el curso de las siguientes
páginas.
Tenía varias deudas acumuladas con seres de carne y hueso, y también con
otros personajes ficticios de presencias igualmente certeras, eran mayormente
deudas que requerían un acto semejante de gratitud. Luego de acabado el libro
sentí que se habían saldado cuentas. El escritor requiere de mucha salud y
carácter para confiar en su propia capacidad, pues debe convivir algunos días
en la ruta con el temor de que se acabe la época afortunada en que las palabras llegan
con fluidez y esto sea antes de que pueda terminar el libro; cada día
nuevo que nos saluda es una presión para cumplir con el compromiso que se ha
pactado silenciosamente con los otros que revolotean dentro y fuera de nosotros.
Al final lo que los lectores tienen en la mano es un libro, unas páginas
impresas con ideas y aspiraciones, que el escritor no ha escrito solo sino en
compañía de su colectividad, de su tribu. Pero no son sólo palabras, más que
nada se encuentran reposando en esas páginas una manera de no botar la toalla y
resistir al temporal, una manera de revertir una situación adversa hasta los
huevos, una manera de cantar, una manera de resignar salidas y gastos insulsos,
una manera de respirar y de hacer estiramientos en el frío de las 5 de la
mañana, también una manera de mirar tus cosas embaladas alrededor con el
destino incierto, y es sobre todo una manera de confiar y de reír a vivo pulmón
a pesar de todo ello. La página es testigo de los días que se pasaron con las
manos vacías y de otros en que la cosa fluyó a borbotones, saltando en un
santiamén de los dedos a la memoria del ordenador.
Qué más puede decirse. Nada. Pensamiento
inalámbrico se llama mi libro. Quiero creer que los buenos libros se han de
haber escrito desde abismos similares e incluso peores. Lo que se planteaba a
un principio resulta desbordado por el ímpetu del impulso vital de cada uno. No
interesa tanto saber cuáles libros son buenos y cuáles malos, sino
principalmente cuáles están vivos. Siento que el mío está vivo y nació para
meter bulla, pero necesita del lector para volver sobre sus pasos y dar cuenta
de su largo aliento.
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