Hace un par de semanas se publicó en La Razón (Animal
Político - 25 de marzo) una amena columna escrita por Rubén Atahuichi, que hacía notar cómo
los políticos y los curas se están pareciendo cada vez más, siempre
legitimándose en nombre de alguien y haciendo juicios en nombre de ese alguien
contra otro, da igual que ese alguien sea Dios, Estado, Pachamama, indígenas
del TIPNIS o Madre Naturaleza. Desde luego, esto no debería molestarnos en
demasía, puesto que se trata del modus
operandi natural que hace a la esencia de ambos. Los políticos que
gobiernan tienen necesidad de afectarnos de tristeza, de perpetuar falsos
conflictos, pues la tristeza disminuye nuestra potencia, separa, debilita,
dispersa, y además ¡qué peligrosa sería una población entera que fuera feliz y
que pudiera casi prescindir del gobierno!; los sacerdotes a su vez necesitan
persuadirnos de que la vida es dura y pesada, de que vivimos con culpa eterna,
pues somos artículos que vienen fallados de fábrica, o de paraíso terrenal.
Parafraseando a Virilio, los tiranos, los ladrones de almas, necesitan
administrar y organizar nuestros pequeños terrores.
Pero volvamos
al punto de inicio. En la citada columna se le reprocha a la iglesia por
descuidar sus funciones y en cambio aprovechar el pulpito para intervenir
políticamente. Es así que un importante número de la población prefiere obviar
de intermediarios y mantener vía libre con el creador, o con la existencia, lo
cual es perfectamente válido. Pero más allá de que en nuestro país las cabezas
visibles de la Iglesia Católica sean devotos políticos con sotanas, el tema más
acuciante es el pobre crecimiento espiritual que promueve la iglesia en general
con las actividades rutinarias de su calendario, entre ellas, más notoriamente,
las de Semana Santa.
Cardenal Julio Terrazas |
Recuerdo que el año pasado en estas fechas el Papa
Benedicto XVI atendió en vivo a las interrogantes que le hacían varios
televidentes vía Twitter, pero en realidad no respondió nada, sino que, como
buen sacerdote, se limitó a prolongar el misterio. Después de todo, ¿qué de
nuevo nos han dicho él o los suyos respecto de la resurrección de Jesucristo en XXI siglos de tradición?
Toda la
religión católica depende de una idea: de la resurrección de Cristo. Pero como
varios místicos de la India ya han señalado, cuando se enfoca toda la grandeza
de un testimonio en esa idea, lo que se pierde es la cualidad de la vida de
Jesús. La Iglesia Católica hace mucha bulla en torno a la pasión y muerte de
Jesús, y así se nota cada semana santa: de su muerte tienen mucho que decir, el
día viernes está repleto de una serie de actividades, misas especiales, el show
a parte del lavado de los pies, las procesiones a todas horas, el sermón de las
siete palabras…, pero en cuanto a la resurrección parece que se les acaba el
material, todo se limita a la celebración de la misa dominical. ¿Por qué no
organizar una gran fiesta aquel domingo de resurrección? Una fiesta con música
alegre, bombos y platillos, vino, jugos y pan, bailes, ayuda a centros de
discapacitados… Después de todo, toda la estructura de la Iglesia Católica se
sostiene sobre esta idea, sin resurrección no tendrían nada, dado que han
renegado por completo de la carne y de la faceta humana de Jesús. Entonces, en
ese día una serie de manifestaciones de alegría deberían llevarse a cabo, las
mismas mujeres que dos días antes hicieron procesión vestidas como viudas
deberían salir a desfilar ataviadas de sus vestidos más coloridos, las plazas
deberían estar llenas de niños correteando en las cuatro esquinas, haciendo
representaciones de la resurrección, de las apariciones de Jesús a sus
discípulos, etc.
Una película
que reúne todas las limitaciones de visión que promueve la Iglesia Católica es
aquella titulada La pasión de Cristo,
dirigida por Mel Gibson, que se pone de moda en esos días. Cegado por su
fanatismo, Gibson creyó que al darle énfasis a la parte sangrienta de la
historia, mostrando sin reservas y con lujo de detalles la salvaje tortura que
sufrió Jesús en sus últimas doce horas, podría lograr una visión que “fortaleciera
la fe de los creyentes”. (ACI Prensa 2004). Pero en realidad, la filmación del
suplicio de un hombre durante más de una hora y media hace que el verdadero
suplicio sea el film. Se trata de un esfuerzo que no aporta nada en términos de
comprensión de las Escrituras. Claro que, como se supo después, al entonces
Papa Juan Pablo II le encantó, y sólo atino a murmurar: “así fue”. No es de
extrañar, dado que la preeminencia que le da la película a la crucifixión es
exactamente la posición de la Iglesia Católica. La pobreza de esta visión es
que no enseña nada respecto de cómo lidiar con la muerte, en lugar de ello la
convierte en el enemigo total de la existencia. Si Jesús mismo les dijo a sus
discípulos “no teman a la muerte pues ella no es una puerta que se cierra sino
una puerta que se abre”, por qué los sacerdotes promueven la permanencia de una
visión tan pueril respecto de la muerte.
Nikos Kazantzaki en su novela La última tentación tiene mucho más que
aportar. Jesús no quería que se hagan leyes ni se fijen escrituras rígidas en
torno a sus palabras, ni que éstas sirvan para erigir nuevas autoridades,
puesto que de esta manera se crucificaba al espíritu. Sin embargo, la operación
de Mel Gibson es justamente la que privilegia la iglesia: ella se conforma con
la semejanza. No le importa que el mensaje se mutile, basta que se asemeje,
puesto que Jesús invitaba a practicar nuevos modos de vida, y no la repetición
de unas creencias; puesto que Jesús no se conformaba con que las palabras se
asemejaran al espíritu, sino que el espíritu realmente volara libre. ¿Cuántos
cambiarían sus costumbres si vieran que al seguir unos ritos de manera autómata
no hacen otra cosa que crucificar otra vez al espíritu? Digámoslo de una vez: No
es un Jesús crucificado el que debería encontrarse en todas las iglesias, sino
la imagen de Jesús resucitando de la cruz.
Jorge
Luna Ortuño
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