Por: Jorge Luna Ortuño
“No
volveremos nunca de ese país
al que todavía no hemos ido.
Nos quedaremos
allí
como rehenes nocturnos del verano
y sólo al alba
reconoceremos
la belleza de sus habitantes
con la mirada del amor”.
Jesús
Urzagasti, “Correspondencias”.
Comencé
a leerlo una mañana soleada del 2009 en un rincón de Sopocachi (La Paz). Tirinea (1969), su primera novela, se me apareció entonces como un juego de
columpios en el parque, eran idas y venidas, me hacía respirar la humedad de la
tierra y luego me arrojaba hacia arriba, donde sentía que las puntas de mis
pies casi tocaban el cielo. Tomé los vasos de agua que me correspondían y
semanas después lo conocí en persona. ¿Cuántas veces se tiene la dicha de
conversar con el autor de los libros admirados? Aquella vez tuve ese
privilegio, que se multiplicó por cinco, pues comenzó también una amistad única
con su adorable familia. Curioso que su morada se encontrara a sólo tres
cuadras de la mía, y que en tantos años de trajinar por esos rumbos ni siquiera
lo haya sospechado.
Escribo
tratando de ignorar el hecho lamentable, pero se cuela en la hoja el muy pillo.
¿Quién iba a saber que el 2013 sería el año? Jesús Urzagasti también tomó los
vasos de agua que necesitaba, y cubierto de su sombrero chaqueño, el pasado
sábado 27 de abril inició el gran viaje a los campos donde los vivos no tienen
cabida. Me tinka que no dubitó ni un segundo ante tal invitación.
Ahora
otros paisajes más fulgurosos y transparentes le esperan a nuestro amigo.
Siendo fieles a su inconmovible confianza en los designios de la vida, debe
asumirse que todo sucedió como correspondía. Se fue en el momento que tenía que
irse. Como el mismo escribía en Tirinea:
“de todo puede uno librarse, hasta de escribir lo que estoy escribiendo, pero ¡guarda
con alargar el camino que nos separa la muerte!” (pp. 53-54).
Por
supuesto que todos aquellos que lo queríamos y disfrutábamos de su compañía
llena de risas y una asombrosa sabiduría, derramaremos lágrimas saladas en la
visita de los recuerdos, y quizás hasta roguemos a los dioses ocultos que nos devuelvan al
menos un día para tomarnos una botella de vino con nuestro amigo, el poeta que
hacía danzar los rincones de una memoria lejana y recóndita de Bolivia.
En
nuestra manera humana, demasiado humana, de observar los sucesos, calificaremos
todavía durante un tiempo el día de su partida como nefasto, dada la reciente
impresión. Sin embargo, nos reconfortará siempre saber que vivió la vida que
quería vivir, y se fue con una sonrisa de esas que únicamente conquistan
aquellos que se conducen con incorruptible autenticidad hasta el último soplo.
Sabemos
que Jesús Urzagasti nació en la provincia Gran Chaco en 1941, y fue hijo de
Alberto Urzagasti y María Aguilera. Al mismo tiempo, presentimos que tuvo más
de un nacimiento, y que un día afortunado un rayo azul lo puso en contacto con
fuerzas añejas que lo colocaron en un plano en el que aprendió a habitar con
imperturbable serenidad. Desde ese momento supo que seres como él están
destinados a vivir en poblada soledad, donde tejen su morada llena de
gratitudes a la tierra. Encantado, siguió la vía que frecuentan los poetas, y
fue ese el medio que eligió para acercarse a las puertas invisibles sin nombre.
La muerte no le despoja de nada, al contrario, él vuelve con todo al país del
silencio y sin haber abierto el pico. Recuérdese que él mismo había escrito El último domingo de un caminante, tal
vez porque sabía que estaba escrito el día en que se devolvería su cuerpo a la tierra prodigiosa.
Conversar
con él era siempre una cuestión de sintonía. No le gustaba lo forzado, menos
aun lo rebuscado. Las palabras debían ser directas, como peces que se ahogan en
los baldes marinos y es menester lanzarlos pronto de vuelta a los océanos.
¡Cómo habrá sido de fulgurante su voz que la noticia de su partida caló hasta
en los pechos de los seres más ajenos a su mundo!
Una
de las cosas que más me gustaba era oírlo leer uno de sus poemas, en especial
algunos que publicó en su libro Frondas
nocturnas (2009); recuerdo su voz profunda, serena, su forma musical de
leer, acompasando la respiración con un ritmo que sin duda extraía del mismo
texto. Un consuelo, principalmente para los que no lo escucharon, es que existen
en la web videos en los que aparece leyendo algunos poemas inéditos. (En el
canal “urzacreatives” en Youtube).
Para
todos los que saben amar el mundo cuando leen un libro, siempre existirá la
posibilidad del reencuentro con Jesús Urzagasti. La muerte nos priva de su
presencia física, pero no de estar con él. ¿Qué otra cosa es leer a nuestros
maestros si no es conectar de manera inalámbrica la afinidad de nuestros
espíritus, más allá del tiempo y las distancias? Por ello sabemos que el
muchacho picarón de Palmar no se fue, ni siquiera se lo ha perdido. Simplemente
inicia un tiempo en el que habrá que comunicarse de diferente manera con las
bellas imágenes que atesora del mundo. Desde que apareciera su tercera novela De la ventana al parque, sabemos que sus
aventuras en el más allá no nos estarán vedadas, solamente hará falta mirar con
amor y escribir el libro.
Hasta
la llegada de éste sábado definitorio, Jesús Urzagasti siempre se ocupó de sus
asuntos y trató de no molestar a nadie. Gozaba del calor de su familia que
alegró un gran tramo de su vida, y de las visitas ocasionales de sus amigos,
que aderezaban los trabajos en los que se había internado. Pero todavía
demasiado adormecidos en la rememoración infinita y erudita del difunto Jaime
Sáenz, los literatos y las instituciones locales poco se ocuparon de Jesús
Urzagasti en La Paz, peor aún en el resto del país, algo que pasa casi en todos
lados, pues el ser humano parece admirar con más afán a los héroes que se han
ido o se encuentran lejos, y olvidarse de los que tiene en casa alumbrando
todavía con su existencia clandestina y silenciosa. No le hacía falta reconocimiento,
pero sí hubiera sido justa mayor gratitud. Sin embargo, la calidad de su obra
lo llevó con todo derecho a tener el privilegio de pasearse el año pasado en
gira literaria por siete ciudades italianas en compañía de su amada esposa
Sulma; en la ocasión presentó su libro El
árbol de la tribu (2012), gracias a los esfuerzos de la editorial Sinopia
de Venecia, a cargo de Claudio Cinti, otro ser humano formidable. Jesús lo
aceptó con alegría, el poeta lo agradecía pero no lo necesitaba, era lo que
era, un halago, un gesto, un homenaje, el más importante que se le haya hecho
en vida, y tuvo que ser fuera de nuestro país.
“Algún
día estaré frente a lo desconocido, tendré en mis manos lo que mi memoria se
empeña en ocultar; ese día perderé para siempre el nombre con el que me
identifica el mundo, el famoso nombre que tiene la virtud de separarme de lo
que soy. Sé muy bien que soy un animal perdido en la noche y por lo tanto un
nombre más, un sonido más. Cuando suceda lo que espero seré el mundo y no
estaré lejos de nada”. (p. 83)
Cuando escribió estas
líneas en Tirinea, Jesús tenía 25
años, toda la sobriedad y madurez del poeta ya estaban ahí, de modo que dedicó
el resto de su vida a escribir un solo gran libro. Habiendo vivido en plenitud,
finalmente sucedió lo que esperaba, pasó un camión en la tranquilidad de la noche
y él se hizo poema, ahora canta la tierra mientras su árbol más querido se
transforma en una lluvia.
"Dichosas palabras" de Jesús Urzagasti
Encuentro con Urzagasti en el Instituto Ital-latino americano
Palabras sobre su despedida
"Dichosas palabras" de Jesús Urzagasti
Encuentro con Urzagasti en el Instituto Ital-latino americano
Palabras sobre su despedida
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