En
los últimos días mis siestas vespertinas se han visto afectadas por el insomnio
a causa de una preocupación: se acerca el número 100 de la Revista Nueva
Crónica, me han pedido que escriba para la ocasión, y no tengo la menor idea de
qué voy a decir.
Estoy
sentado en una banqueta de la plaza 24 de Septiembre de Santa Cruz, la más
bella del país, y un aire de relajación y aletargamiento parece atravesarnos a
todos los que hemos coincidido en este espacio. Toda plaza principal debería
mostrarles a los visitantes, como en una panorámica, cuál es el estado de ánimo
de la ciudad y de los lugareños. Así sucede con la plaza cruceña. La percepción
que se tiene de Santa Cruz en el interior es básicamente la de una ciudad peligrosa
–que está aquejada por la inseguridad ciudadana y engalanada por sus
voluptuosas mujeres– a la que es conveniente emigrar en busca del “sueño
camba”. Pero si se podría pintar su otra cara, su faceta más embriagadora y
relajante, tendría que ser refiriéndose a la enorme Plaza 24 de Septiembre, un
lugar de paso, pero también de reposo, de socialización, de encuentro, de
chequeo, donde uno puede empujarse unos jugos de coco o de copoazú mientras se
sacude las malas posturas del cuerpo a la salida del trabajo. Es posible que
Santa Cruz como ciudad no sea la más linda pero lo que es espectacular en ella
es su estado de ánimo descontraído, la onda relajada que transmiten sus
habitantes, favorecidos por las libertades que concede el clima tan distinto al
de las tierras altiplánicas. La plaza es relajante por su frondosa vegetación,
sus amplios espacios, pero principalmente porque en ella no caben los
formalismos ni las imposiciones. Habría que contrastar esta plaza con la Plaza
Murillo de La Paz, que es justamente lo opuesto, dado su aire más solemne, su
formalidad, su aire cívico artificial, que hace de su visita una cuestión más
turística; basta con divisar a los guardias parados en una vereda al frente,
imponiendo una presencia autoritaria y unas caras con muecas en el horizonte;
basta con estar a la hora del medio día, cuando los transeúntes deben
estacionarse en sus lugares para entonar el himno nacional. Todas estas señas
establecen claras diferencias. La Plaza Murillo es la plaza referente de La
Paz, justamente por su experiencia comprimida, y no le hace mucho bien que al
frente se encuentre el edificio donde senadores y diputados maquinan sus
movidas y sus retardos.
La tarde se pasa y no me llega ni
una pinche idea a la cabeza, el artículo de N.C. 100 se me escurre entre los
dedos. Esto no quita el hecho de que en esta ciudad existe una enorme cantidad
de gatos y pollos. Se me ocurre que si Nueva York ha sido bautizada como
"La gran manzana", Santa Cruz debería llamarse "La gran
cebolla". Esto no es nada más que una imagen: Santa Cruz está planificada
en anillos y cada anillo es como la capa de una cebolla. Siendo una ciudad
circular, y dado que el pensamiento tiene una cualidad temporal y otra
espacial, la manera de pensar de los lugareños es también circular. Me da la
sensación de que Santa Cruz es una ciudad sin centro, o al menos una ciudad en
la que la idea de centro es bastante prescindible. Los efectos de una
mentalidad de este tipo se observan en el cotidiano a la hora de ubicarse en
las calles, pues no importa el punto donde uno se encuentre, siempre deberá
buscar su lugar de referencia no respecto del centro, sino del anillo que
transita, y de dónde puede llegar si cruza de un anillo al otro, o si recorre
todo el anillo hasta el otro lado. Por toda esta organización geográfica
interna, es muy difícil para los cruceños concebir la idea de un centro en la
forma de Estado, y menos aun que deba ser escuchado cuando pretende interferir
en el desarrollo normal de sus formas de vivir. El Estado es una instancia que
por naturaleza quiere monopolizar el poder, lo centraliza –con autonomías y
todo incluidas–, y para los que viven sin noción de centro, el Estado sólo
puede ser aceptado mientras no interfiera con su forma de vivir y de progresar.
Después de todo, como lo ha hecho notar el periódico El Deber en editoriales
pasadas, Santa Cruz no ha necesitado de la ayuda del gobierno para progresar
tanto en sólo 25 años y convertirse en un motor de desarrollo para todo el
país, así que lo menos que se esperaría del Estado Plurinacional es que no la
estorbe ahora que tiene los motores a toda marcha. (Actualmente ocupa el lugar
número 14 entre las ciudades de más rápido crecimiento en el mundo).
La
Plaza 24 de Septiembre no es un lugar al que se llegue por obligación, ni
porque quede al paso en las rutas de todos los días, ya que en esta ciudad se
pueden hacer todas las diligencias sin poner un pie en el centro. A esta plaza
uno va simplemente porque le da la gana. Apostado en una de sus banquetas, se
verá pasar a las mujeres más bellas, algunas vestidas con soleras y minifaldas,
y otras ataviadas con elegantes vestidos de la región, que hacen respirar el
aire de una época pasada. Desde luego que pululan también por ahí los niños y
sus risas, los ancianos, las familias numerosas y las caras solitarias, así como
gentes de todas las edades. Pero todo es tranquilidad. Dos de sus calles están
cerradas, a manera de paseos peatonales, y ninguno de los micros del transporte
público puede entrar hasta la plaza, además de que es muy raro que se vea
invadida por marchistas o bloqueadores, de modo que cuando uno se interna en
este aposento público tiene la garantía de que encontrará tranquilidad. Incluso
los ocasionales huelguistas que se apostan en el lado de la calle Ayacucho no
interfieren con la vida de la Plaza, todos ellos tienen una manera bastante más
considerada de manifestar su protesta.
La plaza es completinga, está muy
bien lograda, pero la ciudad en la mayoría de sus zonas está desarrollada sólo
a la mitad, es decir, a un lado de la avenida. Es curioso observar cómo se
edifican centros comerciales lujosos, bancos y plazas de comida, en un lado,
pero al frente se mantienen las construcciones al borde del derrumbe, karaokes,
boliches y restaurants de muy mal aspecto, todavía en medio de la tierra, y la
gente se congrega según su bolsillo en uno de los frentes. (Ej: la intersección
de la Av. Bush y el tercer anillo). El panorama que ofrecen gran parte del
tercer, cuarto y quinto anillo es muy poco atractivo (más allá ni hablar). Las
viviendas se construyen sobre las radiales, ahí es donde se agazapan las zonas
residenciales.
Se
pasó la hora de la siesta, es hora de salir de la plaza y volver a la pista
rápida. En un kiosko de la esquina me encuentro con el número 99 de Nueva
Crónica. Luis Zilvetti es el artista invitado. Quizás podría escribir sobre una
de las principales distinciones que ha tenido la revista, que ha sido la
incluir imágenes de la obra de un artista invitado. Pero si la sección de
cultura de cualquier periódico es muy poco leída en La Paz y Cochabamba, en
Santa Cruz es todavía peor. Aquí el imaginario visual de la ciudad lo dibujan
las Magníficas. De todos modos gracias a los esfuerzos de María Fernanda
Quiroga, en esta ciudad la revista se ha difundido mucho más. Aquí El Deber es
la ley, a su lado todo el resto son publicaciones menores. Nueva Crónica
tendría que incluir separatas con imágenes de bellas modelos para lograr mayor
atención en Santa Cruz, pero no va en su línea, además de que suficiente
despelote ya escenifican los personajes políticos de nuestro país, los cuales
reciben toda la atención en esta publicación.
Son
cuatro años en los que sigo de cerca a Nueva Crónica, ha llegado a su número
100, y es por tanto oficialmente algo más que una casualidad. Desde este
paraíso tropical felicito a todos los que hacen posible su publicación, desde
la sala de edición hasta la imprenta, y agradezco a mi amigo José Antonio
Quiroga por haberme dado el beneficio de la duda uno de esos meses allá por el
2008.
Jorge Luna Ortuño
*Este artículo se publicó en el número 100 de la revista boliviana Nueva Crónica y buen gobierno
Para descargar los números de Nueva Crónica en la web
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