Por: Jorge Luna Ortuño
Un filósofo que combina insolencia y lucidez |
Tomás
Abraham, rumano-argentino, estudió filosofía y sociología en Francia, en las
Universidades de Soborne y Vincennes, gozando el privilegio de escuchar las clases
de Louis Althusser, aquellas que se publicarían después como “Curso de
filosofía para científicos”, y de tener como profesores a Ranciere y Michel
Foucault, que era el Director del Departamento de Filosofía. Para algunos en
Argentina, donde radica hace años, esa es su principal credencial. En cambio,
otro grupo de gente lo ubica más en relación al Seminario de los Jueves que
dirige, “el primer grupo libertario de filosofía” según el doctor Plugiese; se
trata de un grupo de aficionados a la filosofía que se reúnen todos los jueves
para estudiar textos que se han planificado para la temporada, resultando en la
publicación de curiosos libros de filosofía como El último Foucault, Vidas filosóficas y La máquina Deleuze, entre otros. Finalmente, para otras
sensibilidades, entre las que me cuento, la primera referencia viene dada a
través de la complicidad en la forma de escribir, y luego en las lecturas
comunes. Es inevitable aquí mencionar que en un taller en la Bienal SIART del
2009, Justo Pastor Mellado me obsequió un librito negro que tenía en la portada
una rara imagen con Jean Paul Sartre y Michel Foucault lado a lado en un
cuarto; era el primer libro de Tomás Abraham, Pensadores bajos[1];
de esta forma mi amigo me terminó de presentar a un filósofo contemporáneo del
que tenía escazas referencias. Los lugares comunes en el itinerario de lecturas
eran varios, y se dio así por sellada
una amistad tripartita. Justo me lo dio diciendo: “tienes que ver esa escritura
anómala”, y vaya que lo era.
Desde
la primera página se nota que la escritura de ese libro le ha reportado enormes
placeres a Tomás. La altura de las reflexiones se rompe y se enriquece cada vez
que nos toman por sorpresa enormes risotadas contenidas en el texto. Muy
difícil llegar a escribir con tal soltura y disparar con tal frecuencia
pensamientos cortos y cortantes, que son como una especie de latigazos bien
dirigidos. Abraham se divierte constatando que en la Argentina no tienen una
filosofía, y que están muy lejos de tenerla; son también, como el nuestro, un
país periférico, pero su espíritu le ayuda a reírse al final: “que nadie dude de que tenemos nuestros
temas para elaborar, por ejemplo, ¿cómo hacer para que la construcción de un
concepto filosófico no se vea interrumpida por el sonido de un portero
eléctrico, previo a la entrada de una formación especial de serafines y
querubines que pueden hacer volar al concepto y a su practicante por los aires,
desde los balcones? Es ése nuestro enigma más urgente, de difícil solución, que
no se resuelve con una rápida mudanza a la planta baja, es más complejo”
(p. 36).
La
cosa no cambia mucho para el boliviano. Los temas están. Pero abundan en el
país los analistas post-acontecimiento, es decir, los que diagnostican a la
hora del chak’i. ¿Y qué filosofía podría tener un país sin salida al mar? “Para una gran filosofía hace falta una
buena marina, o, al menos, un buen ejército. En ese sentido, filosofía no
tenemos”. (p. 36). Lo que sí nos sobran son policías y maestros bulliciosos,
también políticos, al menos para especular sobre nuestra falta de naves. “Los países sin naves deberán crear, si les
interesa, una filosofía periférica sin centro de referencia. Noción que no
podemos analizar aquí”. Es una línea que exige volver a ser leída para
captar el poder de su evocación, pero se queda ahí, Abraham no siempre se tira
hasta el fondo, a veces se conforma con prender una bengala y dejar que el
lector prosiga.
Nuestro
filósofo se consagra como un hábil pintor de imágenes a brocha gruesa, su
escritura salpica saliva y migas de pan, está viva. “La lectura y la escritura exigen una postura quebrada a la altura de
los glúteos y una inclinación del tronco en pos del papel, que lo asemeja a un
ciclista inmóvil y sin manubrio. […] El pensamiento no es una mecedora que
cobija las ideas hasta que la luz las guíe hacia la verdad que los hombres
aman. Es una máquina de sonidos sordos, sopla y aspira, golpea y patea
esternones. Y el que se encariña con ella, ha contraído matrimonio por largo
rato. Es un amor que recorre todos los paisajes, que copula en la guerra y en
la paz, en el campo, en la prisión, en el mar, en la montaña, en la ciudad. El
filósofo es un enamorado de su máquina de soplos pensantes”. (pp. 30-31).
Podría citar pasajes de este libro tan cálido al infinito, pero no lo haré,
porque hojearlo fue un recurso para resaltar algunas conexiones que produjo con
el exterior. Después de todo, no es otra cosa una “filosofía periférica”:
aquella que sólo se configura según sus encuentros y sus relaciones con el
afuera, dejando siempre un compás abierto que escapa a la erudición. En toda
filosofía viva hay espacio para los cantos, los gritos y las contradicciones, y
la obra de Tomás es un ejemplo, toda vez que parte de una premisa clara:
filósofo es aquel que escribe, por tanto, su público son aquellos que todavía
disfrutan de leer un libro. Tomás no escribe para congraciarse con la gente de
la academia, sino para “un público indiferenciado”, compuesto, claro está, de
lectores, así que escribe con libertad, en muchos tonos, de filosofía y de
fútbol, de cine y de política, pero sin darse aires de especialista. A partir
de ahí todo pasa a través de las modulaciones de su escritura. Michel Foucault
es su soporte teórico privilegiado, lo reconoce, pero conteniéndose a su
manera, de entrada evitó que convirtieran a
Foucault en un nuevo Lacan y a él en otro sucursalero. Desde mi primera
impresión diré que no pude evitar compararlo con Charles Bukowski: Tomás como
un Hank de la filosofía, desde luego no por el modo de vida, que es totalmente
opuesto, sino por las risas, por la actitud algo arrogante, por la cara de
malhumorado, el estertor de la voz, y sobre todo porque su escritura tiene la
limpieza de un concierto de Brahms mezclada con el sonido de unos cañonazos en
tiempos de dictadura; sin ser dulzona
deja entrar un montón de emociones, y estoy seguro que le encanta –como a Buko–
sentarse a escribir sin saber cuál será la próxima frase. El biógrafo Cherkovsky
dice de Bukowski: “Si se desea comprender
su vida, es crucial enfrentarse al lugar que ha elegido como hogar. Pocos
escritores se entregaron tan de lleno al mundo inmediato como Bukowski. Su arte
consiste en tomar su entorno, su ciudad, y hacerlo algo universal”. Y esta
es una apreciación que se ajusta perfectamente a nuestro filósofo.
El grupo del Seminario de los Jueves que Tomás dirige desde 1984. Un nuevo banquete filosófico |
En
su visita a La Paz como invitado especial del I encuentro para no-filósofos,
Tomás hizo especial hincapié en el ejercicio de pensar la actualidad. “Pensar no es un acto natural. Es una
decisión que se toma a partir de una dificultad actual. Platón no escribió para
que yo hable de su obra en el 2010 aquí en La Paz. Ni para que lo estudiemos en
la Universidad. Platón escribió para refundar la vida en Atenas, porque era una
sociedad dividida y con instituciones en decadencia. Todos los filósofos
pensaron el presente, no tuvieron otra tarea que la de allanar las dificultades
que les presentaba su época y buscar los instrumentos teóricos para darle un
sentido al caos de la vida colectiva y/o individual”. [2]
Abraham
se entregó de lleno a pensar la actualidad política de su país, ágil
contra-opinador, fue uno de los más ácidos críticos de Cristina Kirchner
durante la temporada de las elecciones presidenciales del año pasado, y también
antes, apuntando contra los demagogos del pensamiento, haciendo lo posible por
meterles una patada en el culo a aquellos que se coronan como subversivos
mediáticamente, mientras coquetean con el poder a la caza de un empleo; al
kirchnerismo no lo baja de “fenómeno
burgués”, “relato sostenido por organismos públicos y medios de difusión, que
repite cíclicamente una ideología pequeño burguesa de color anticapitalista,
resentimiento acumulado, e invocaciones a un pueblo ideal”.[3]
Lucidez y coraje de una voz que no
se puede clasificar. Ese es Tomás Abraham.
[1] Tomás Abraham, Pensadores
bajos y otros escritos, Catálogos, Segunda edición, Buenos Aires, 2000.
[2] Ponencia de Tomás Abraham en el I Encuentro para no-filósofos “El
devenir-filosofía del arte”. Goethe Institut, 2010.
[3] Tomás Abraham, “La conveniencia debida”. Disponible en su blog en
la web: Pan rayado.
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