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miércoles, 5 de febrero de 2014
ESCRIBIR
Deseo escribir sobre muchos temas, escribir muchas cosas. Yo también tengo cierto deseo de popularidad. Es casi inconcebible que se pueda escribir sin tener una imagen de lector en mente. Escribimos con el aliento de susurros que nos acompañan por ráfagas, escribimos para algunos y también a pesar de otros. Son las 10.30 de la noche, escucho a Peter Gabriel, su composición de La última tentación, film controvertido que se basa en una novela de Niko Kazantzakis. En ese pasaje dos personajes que admiro mucho, uno es el griego Kazantzakis, el otro es Martin Scorcesse, que dirige el film. Podría decir que aprendí a escribir junto con Kazantzakis, a quien comencé a leer por su novela "Alexis Zorba el griego". Es fascinante el mundo de la lectura, porque uno lee con el íntimo deseo de escribir también algún día lo suyo. Se amontonan trapos y cartones, experiencias idas no muy bien recordadas con otras memorables, colores y paisajes de mundos microscópicos afectan nuestros sentidos sin que terminemos de darnos por enterados, y en algún momento, por alguna suma justa de las dosis, llega el día en que se comienza a escribir por cuenta propia. No es una cuestión de leer mucho, de sumar libros a la biblioteca de la memoria, sino de leer libros y situaciones que nos sirvan para avanzar a la siguiente página de nuestras vidas.
Una corriente libertaria dentro de la historia de la filosofía, que encuentra base principalmente en la etapa helenística, sostiene la idea de que el modo de pensar debe producir una vida en consecuencia. Los modos de percibir y de comprender tienen directa incidencia en el acabado de nuestras vidas de contornos difusos. Esta sencilla verdad se convierte de repente en un tema de debate cuando aparecen las mentes que respiran desde otros recovecos de la existencia sin terminar de atar los cabos ocultos. El que escribe se confiesa tributario de una filosofía libertaria, que se expresa de formas diversas en una forma de vida. Pese a todos los esfuerzos, J. no puede encontrar un trabajo fijo, parece ser olido a millas de distancia, sería un ser conflictivo en las oficinas donde se espera conductas sumisas y bien adaptadas a la ética laboral del dependiente. J trabajaba en una editorial ubicada dentro de una planta de encuadernación de textos. En aquella planta coexistían al menos cuatro empresas, incluidas otras que tenían que ver con los automóviles y las joyas. El primer signo de alerta llegó de alguna manera cuando J. fue el primero de su oficina en enterarse de que uno de los antiguos trabajadores de la planta, precisamente el cajero que les pagaba los sueldos, se había suicidado un día antes. Las caras en que aquel mezzanine eran de congoja, de resignación,de interrogación, y J. no lo había podido adivinar hasta que un oficinista se lo comentara. Aquel pobre hombre había elegido como salida colgarse del pescuezo para entregar la vida ante el infortunio que habría tenido que soportar en sus adentros. La conducta que predominaba dentro de esas paredes era al menos rara, había un misterio casi excesivo en torno al acontecimiento. Reinaba la frialdad. Pero también y esto pasando a otro tema, estaban ahí las compañeras de oficina; terrible tarea la de convertirse en conciliador de bandos encontrados dentro de una misma oficina. No existe manera de integrar a los que no quieren integrarse, sabia frase de mi amigo de Santiago. Allá había una especie de guerra fría, y sin darnos cuenta siempre nos encontrábamos cruzando líneas enemigas en cualquier momento, incluso cuando hacíamos todo lo posible por no tomar partido.
Cierto día simpático apareció un italiano de nombre Filipo. Decía ser filósofo. Su actitud y sus formas al ponerse a la cabeza de la empresa nos demostraron sus dotes de policía. El día en que se ordenarían las piezas le dije sin mucho disimulo que estaba seguro de que nadie podía estudiar filosofía para convertirse en policía. El italiano, ducho en este tipo de intercambios, apreció la ironía, no de muy buen modo, pues le obligó a reacomodarse en su asiento emitiendo un tipo de respiración que parecía un descontento indignado, algo así como un rebuzne, y luego encaró su cuerpo hacía mí. Evidentemente tuvo que cambiar de tema, o dirigirla hacia un campo donde le convenía mejor discutir. Giró el rumbo hacia un terreno donde podía pedirme explicaciones, o realizar aseveraciones que discutían mi profesionalidad. Todo el asunto estaba ligado a los horarios, y a un reclamo que yo hacía por un descuento arbitrario que habían decidido hacer sin previo aviso del cambio en sus políticas. Me resultó divertido notar que su nombre se prestaba a la confusión: Filósofo y Policía -- Filipo. Lo que menos me agradaba era su falta total de empatía, dentro de un trabajo que exigía ese tipo de conexión. Pero nuestra oficina era un tributo a la desconexión, y él venía a ser la cereza en la torta de aquella situación. Estar desconectado es también carecer de entusiasmo, pero sobre todo no tener nada que ver los unos con los otros. Podía unirnos un proyecto en común, y el compartimento de un mismo ambiente, unas mismas circunstancias, pero en lo esencial estábamos todos flotando como islas urañas, cada uno por su rumbo, a su velocidad, con su música encajada por los audífonos, con cada vez menos cosas que decirnos, menos velas que soplar en los agasajos de algún cumpleaños, y menos risas o y comentarios banales en las horas de descanso. Se habían establecido los miramientos y las envidias. Cada uno armaba su grupo de preferidos, giraba en torno a ellos, el resto era evitable. Nadie dependía totalmente de nadie, así que se podía elaborar un mapa de recorridos por la oficina sin llegar a cruzarse hasta el momento culminante donde cada uno agarraba su maleta y decía: "hasta mañana", con educación forzada. Mañana sería un nuevo desafío para mantener la distancia, por ahora sólo había que regocijarse por el final de esa jornada.
A las 12 del día nos trasladábamos a un comedor común donde nos servían comida a todos. Era un comedor descuidado, de mesones largos, algo descoloridos, que estaban bordeados por dos filas de asientos largos a los lados. Si recuerdan las imágenes de unos reos comiendo frente a frente en películas como "Sueños de fuga" o "Fuga de Alcatraz" tendrán un cuadro muy fideligno del escenario en el que comíamos. La afirmación es fuerte cuanto más atinada. Las paredes eran descoloridas, los ventiladores se agitaban dando una sensación de hartazgo por su deterioro, algunas ventanas parecían rotas, y afuera se escuchaban algunos sonidos que provienen de las otras plantas en ese enorme Parque Industrial. No soy un elitista, no soy clasista, pero en cierta medida creo en las diferenciaciones. No me agrada, a la hora de la comida, que nos metan a todos en el mismo saco. Supongo que soy algo distinguido en esto. Sucede que a esa hora comíamos a lado de prensadores, encuadernadoras, cuidadores, es decir, toda una masa de gente que tiene otro nivel de educación, también aspiraciones y modales distintos, y que se viste además de una manera bastante tosca, ataviada con sucios uniformes de overol, que exponen a las claras el carácter primariamente manual de su trabajo, dentro de una sociedad que glorifica el trabajo intelectual. Y debo decir que no pido que no se les deje comer en el mismo ambiente, lo que hubiera preferido es que nos dieran a todos uno ambiente un poco mejor donde pudiéramos gozar de nuestro espacio según la compañías que deseábamos. El almuerzo de cada día consistía en un plato de sopa y un plato de segundo, acompañado por un vasito de soda, de esas que parecían de sobre yuppie. Las cocineras intercalaban el buen humor con la mala gana, se hundían en sus tremendas ollas de porte industrial para salir después triunfantes con un cucharón lleno, y repetían la operación hasta llenar el plato de sopa. En total costaba Bs 12, pero la empresa costeaba la mitad del precio cada día; ese era el aliciente para que la gran mayoría se quedara a mediodía y volviera luego rápidamente a sus puestos de trabajo. Genial medida del dueño de empresa, que tenía así agarrado al chancho por la cola. Los trabajadores de escritorio, entre los que me encontraba, teníamos asegurada una cita con el gastroenterólogo y también con una diáfana pansa que no sabe de verguenzas. A las 12:30 se calculaba que ya debíamos estar volviendo a nuestros escritorios. Qué tipo de descanso se tiene así. Después de todo, no era un contrato de tiempo continuo. Pero con el pretexto de cooperarnos para no viajar muy lejos para almorzar y luego volver, se planteaba la figura de comer ahí para estar más pronto contabilizando horas de trabajo. El ritmo para los que se sometieron a esas medidas debió ser muy difícil, como bien lo mostraban sus propios cuerpos.
El día que se avecinaba un desenlace importante, debí calibrar qué deseaba, y si deseaba continuar, en qué condiciones me planteaba continuar. Las pruebas de la mala fe y del poco futuro que se avisoraba en esa empresa se hicieron claras en menos de lo que canta un gallo. No pensaba hacerme al peine, pero tampoco iba a dejar que nadie me manoteara. Cuando no se tiene formación sólida casi todo puede llegar a intimidar. Pero cuando se le ha visto las fauces al lobo no se teme tan fácilmente otras expresiones contradictorias en el doméstico ámbito laboral. Existen consecuencias, eso sí, pero sobre todo existen elecciones de vida. Me llevaron a una oficina a solas, cuatro funcionarios, entre ellos Filipo y el asesor legal, para decirme lo que les dirían después al resto de mis colegas. Que ese era el último día de trabajo para mí. Me miraban con perversa atención, esperaban cuidadosamente los detalles de mi reacción, como cuando un frívolo laboratorista le ha inyectado el veneno a su hámster y espera curioso el minuto en el que su corazón colapsará. Encendido en mayor manera ante tal atención de ocho ojos que me contemplaban, regodeándose en cierta medida en su sensación de poder, me manejé con total serenidad. No dejé escapar ni una expresión de lamento, antes bien confirmé que presentía que era lo mejor dada la disparidad de criterios que existían entre Filipo y mi persona. ¿Acaso un trabajador que se presume de inteligente no tiene derecho a pensar diferente y a sentirse en desacuerdo con tal o cual medida laboral interna? Pero se considera que el trabajador, por el hecho de que se le paga, como si fuera un favor, sólo puede acatar. Por supuesto que existen muchos niveles, no todos son así de explícitos, lo cierto es que la dominación sabe muy bien encontrar sus mecanismos sutiles de puesta en práctica. Miré a todos impasible, tenía las piernas cruzadas y mantenía el ritmo de la respiración muy lento. Sentí un extraño gozo que comenzaba a emerger, una especie de liberación. No podía dejar ver mi alegría en ese contexto. Sólo me preocupaba que se cumpliera el pago de mis derechos, eso entró en mi mente apenas el asesor legal lo mencionó comprometiéndose a que sería cumplido. Se muy bien que ese desenlace no fue producto de una acción descontrolada de mi parte, no fue un impulso traicionero que mandó abajo la estantería. Al contrario, había sido bastante premeditado, aunque no podía anticipar cómo se daría todo, deseaba de algún modo hacer lo que correspondía. Viví un par de meses antes de ese día arropándome bajo la dudosa seguridad que provee un sueldo fijo. Mi centro se había convertido la remuneración económica, pues resistía una serie de sinsabores personales y de inexistente proyección profesional en ese lugar nublado y sordo con tal de percibir ese sueldo.
Lo que vino después fue un premio. Lo sentí así y esto se confirmó hasta el día de hoy. Me terminé de configurar como ser libre y autogestionado. No te exime la libertad de una vida con complicaciones, no te pone todo en la mano. Al contrario, la libertad pura, la libertad que se vive en la intemperie, cuando ya no se comulgan con sutiles formas de esclavitud, es algo difícil, porque se trata de una arquitectura que cada uno debe crearse y gestionarse. Devenir-araña del hombre libre. La araña no cesa de tejer sus territorios dentro de territorios que no le pertenecen por derecho. Ella toma ese derecho, no lo reclama, ni lo pide, y se arroja a su tarea con dedicación de alfarero. Su malla es una malla dentro de otras grandes mallas, mallas tejidas por otros para todos. La araña tiende su propia cama, prefiere su cama, su cortina para atrapar su alimento. El hombre libre también tiende a ello. Es un problema verse solo, sin trabajo, sin ambiente laboral, sin las complejidades humanas que se tejen en torno a un trabajo, relaciones humanas. Es difícil ser dueño total del tiempo, que divaga como divagan nuestras intenciones en días callados llenos de misterio.
Para algunos este texto ya habrá terminado, y está bien. Para otros todavía puede incluirse este pasaje más. Vuelvo en mi memoria al momento en que me avisaron de mi despido. Todo era muy calmo, pero parecía como si se hubieran citado a mi alrededor para observar una película. Cuando me dieron la noticia me miraban atentos. Luego respondí con indiferencia, sobre todo en control de mis expresiones y mi tono. Estaba de acuerdo. Eso pareció decepcionar a mis interlocutores. Desconozco la experiencia previa que ellos tenían, pero seguramente imaginaban un cuadro más dramático. Una gran discusión, o un derrumbe del despedido. Observé casi el ansia que había en las pupilas del tal Filipo, el ansia de verme quebrarme. Quería adivinar si me había dado el golpe maestro. Pero en mi indiferencia le hice saber de alguna manera que no podían voltearme por una medida en la que ostentaban su arbitrariedad. Era una especie de favor que me hacían. Pero ellos creían que mis raíces secretas se encontraban como para tantas otras personas en la búsqueda de la seguridad. No negaré que verse desprotegido es una circunstancia que afecta a todos, reordena las prioridades y afecta la sensibilidad del individuo. Pero yo deseaba ser inalámbrico, y si algo me salvó aquel día fue una entereza que provenía de una absoluta confianza en mi capacidad; por otra parte, asistía al acto de corte de uno de los cables de mi vida, es decir, salir de mi trabajo. Pero mi conexión era con elementos ajenos a ese, eran del tipo de las relaciones, de las certezas que uno se hace secretamente en un living con las luces apagadas. No había llegado hasta ahí para caerme con tan pequeña circunstancia, había visto noches negras antes, situaciones que me inquietaban hasta los huesos, pero eso no podía desarmarme. Felizmente resistí. Abandoné aquella reunión que terminó gracias a la agilización del trámite que propuse. Me porté con total gentileza hacia Filipo y los otros, pues les hacía saber que al no poder quitarme nada esencial, no tenía razón alguna de recriminarles o expresarles algún resentimiento. Me interesaba expulsar cualquier imagen de resentimiento u otra pasión baja. La experiencia fue sin duda enriquecedora. Dije también que me sentía en partes agradecido por lo que me había permitido hacer durante ese tiempo el haber trabajado ahí, de modo que mi intención era que todo se desarrollara dentro del marco de la normalidad y la tranquilidad para ambas partes. Dicho esto terminó de apagarse la expectativa en sus expresiones. Había una especie de decepción, pero también de descargo, se alegraban de no haber tenido que pasar por ningún evento desagradable, el fuego con el que se habían preparado esperando mi arremetida, tuvo que apagarse, a falta de una batalla. En lugar de ello les invitaba a que revisaran sus disposiciones en favor de una mayor comprensión del trabajo que desarrollábamos ahí. Quedaron un par de amigos, que sirven en el área de diagramación. Me congratulo por haber compartido con ellos. En meses que se hicieron eternidad aprendí hasta los más nimios detalles de la sensación de desconexión en un ámbito laboral.
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