Jorge Luna Ortuño
Un relato cargado de experiencias y
sensaciones, con motivo de una visita a la más grande Feria del Libro de habla
hispana. Algo más parecido a la crónica de una inmersión.
Dos de la tarde, mayo del 2011, remoloneo en medio de uno de esos adormecedores domingos paceños. Es una tarde nublada, tranquila, perfecta para el ocio, de modo que me siento a continuar mi lectura de un maravilloso libro que me tiene cautivado: El tiempo de los asesinos, de Henry Miller. Nadando entre sus páginas me siento en casa, pero sin darme cuenta, una serie de sensaciones relacionadas a lo leído se amontonan, de repente me siento viajar, un par de líneas me transportan inauditamente a mi habitación en el Gran Hotel España, muy cerca del Obelisco, en pleno centro de Buenos Aires. Estoy en el espacio en el que me había encerrado el pasado Viernes Santo para disfrutar de mis nuevas adquisiciones y leer todo lo que me diera la gana. Sentado en un sillón antiguo siento nuevamente el calor de esa bella ciudad en la que éste librito fue mi acompañante. Hileras de avenidas coloridas y llenas de cafés, de librerías, de buses enormes y de hombres y mujeres desparramados caminando por todos lados saltan a mi memoria. Franqueo el umbral de esa puerta, al otro lado la 37° Feria del Libro de Buenos Aires me espera, justo en el año en que la ciudad ha sido nombrada por la UNESCO como Capital Mundial del Libro, un motivo más de orgullo para los porteños.
La primera porción que recorro de Buenos Aires me la presenta como una ciudad agitada y acogedora, salpicada de un sinnúmero de estímulos auditivos y visuales, y digo esto por los enormes letreros luminosos, las lujosas vitrinas y galerías, los coches de último modelo, los toldos que adornan los restaurants…, pero principalmente por las bellísimas mujeres de todas las edades que recorren sus calles. Camino por Palermo Viejo y estoy encantado, eso es una invasión de bocados, es como si cayeran del cielo, como si se hubiera desencadenado un desfile improvisado de coquetas porteñas y otras que aparentan ser turistas. Dato adicional: Según el Censo Nacional de Población y Viviendas realizado el 2010, en Buenos Aires hay 100 mujeres por cada 86 hombres[1]. Un gran aliciente, quizás. Por el estado de mi bolsillo, los primeros días eso no será nada más que una degustación.
Pero volvamos a lo que nos convoca: la Feria del Libro. Se realiza en el predio de La Rural, un enorme campo ferial, situado casi frente al zoológico, al cual se puede acceder por las tres avenidas que lo rodean. El lema es: “Una ciudad abierta al mundo de los libros”. El gran antecedente es la presencia del sector editorial argentino en la última Feria del Libro de Frankfurt, gracias a un programa estatal de apoyo a la traducción al alemán de las publicaciones locales. A un par de días de su inicio, algunas personas de la zona, con las que converso ocasionalmente, me hacen dar cuenta de algo curioso: muchos de los lugareños no le tiran ni la mínima pelota a ésta Feria, su inicio les es indiferente. (Arriesgaremos una explicación más adelante). Y uno se imagina que hablar de la Feria debería consistir en hablar de libros, pero no es ese el primer tema de conversación que despierta. En los periódicos, en algunos subtes, cafés y pizzerías, uno de los temas de conversación es la polémica que se ha generado en torno a Mario Vargas Llosa, el flamante Premio Nobel de Literatura. Los intelectuales kirchneristas no lo quieren, han logrado que no sea él quien encabece la inauguración. Incluso el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, propuso vetar su participación. Sin embargo, pasada la tempestad, finalmente se establece que dará una conferencia durante la inauguración en la sala “Jorge Luis Borges”. En el periódico Clarín, emparentado con la oposición, las palabras del autor de novelas como La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral y otras, se convierten en primerísima noticia: “No quiero dar la impresión de que vengo a criticar a la Presidenta. Sería falso, inelegante. Pero sí hablo con mucha libertad, cuando corresponde, sobre lo que ocurre aquí, porque es mi derecho”; “al director de la biblioteca, lo menos que se le puede pedir es que debería respetar el principio de la diversidad”… La Feria del Libro, como cualquier dispositivo, es un diagrama de fuerzas y tensiones que la sostienen, y en un año marcado claramente por las Elecciones Presidenciales, una de esas líneas de tensión, quizá la más obvia, se nos ha revelado. Recapitulemos: Vargas Llosa se había manifestado anteriormente contrario a las políticas implementadas por la Presidenta Cristina Kirchner, lo que le valió esas réplicas junto a las de algunos aludidos y sectores progresistas.[2] “Cuidado con opinar desde afuera sobre países soberanos como la Argentina” –le había respondido idiotamente una de las voces oficialistas. Se llegó a temer que sectores de la juventud kirchnerista sabotearan el acto de inauguración. Aunque se prometía quilombo, al final todo se desenvolvió con tranquilidad, afortunadamente. Cabe apuntar que fue la propia Presidenta Cristina quién defendió a Vargas Llosa, pidiendo que la presentación del Nobel se desarrolle con normalidad. Y es que era una tontería politizar un evento en el que el invitado principal es la literatura, aunque la intromisión de la política sea ya una constante de las últimas ferias en Buenos Aires. En mi criterio, la mejor respuesta contra ésta estupidez la dio el filósofo español Fernando Savater, y fue dentro de un encuentro con periodistas en el patio de una escuela del conurbano en Villa Ballester: “Yo conozco la Feria del Libro, conozco a Vargas Llosa, pero no conozco a ninguno de los que intervienen en la polémica… por algo será –afirmaba con ironía–. Son las ganas de buscarse publicidad de personas que no tienen una categoría intelectual para conseguirla por otros medios”.[3] Lo cierto es que el último premio Nobel de la Literatura, algo parco pero no carente de fino sentido del humor, suele hacer gala de una gran maestría para provocar admiración y rechazo casi simultáneos por donde pasa. Cuando una periodista de Clarín le consultó qué pensaba de los que dicen que es taaan buen escritor pero con ideas taaan feas, apresuró una respuesta con las orejas coloradas, quizás de rabia: “Estoy cansado de escucharlo”.
Pabellón amarillo
El predio de La Rural, donde se desarrolla esta Feria, es tan grande que uno puede perderse fácilmente los primeros días, pese a lo bien señalizados que están los largos y alfombrados pasillos. En detalle, son 47500 metros cuadrados de superficie, 1500 expositores, 11 salas de actos y 42 países presentes en ésta que es, para muchos, la Feria del Libro más grande del mundo de habla hispana. Además, cuenta con una sobria sala de prensa donde están dispuestas cuatro computadoras para periodistas del extranjero, junto a una sala de conferencias. “La gran novedad de esta edición –nos cuenta Carlos Pasos, funcionario de la Fundación El Libro– es que ofrecerá al público un espacio de lectura digital”. Y en efecto, se aprecia en uno de los stands (Moviestar) una pantalla gigante en la que se emula la experiencia de lectura de un libro electrónico en un I-phone, donde, entre otros gustitos, uno puede recorrer las páginas con tan solo acariciar con un dedo la pantalla. Entre los cursos de las Jornadas Profesionales, algunos temas de siempre, “los derechos de autor en la era del libro digital”, “libertad de expresión”, etc., pero hay uno que disfruto en especial: “El lenguaje de la ciudad”.
La Feria del Libro es una buena metáfora de Buenos Aires: es enorme, variopinta, atractiva, demandante, agotadora, organizada y caótica a la vez… Al comienzo quieres devorártela, pero al final de la jornada descubres invariablemente que es ella la que te ha devora-do. Hay que desnudarla, pero lo más antes posible, antes de que ella te desnude a ti. Los precios son muy altos en Capital, los alojamientos, los taxis, la ropa, pero sobre todo la comida y la bebida. Los libros no se quedan atrás. Es cierto que la mayoría de las editoriales nos reconocen un jugoso descuento del 40% a los editores del extranjero, pero eso no quita que la mayoría de los libros deseados nos provoquen un estremecimiento en la garganta cuando nos informan de su precio. Para darles una idea, la edición completa, en dos tomos, de las Memorias de Giacomo Casanova llegaba a costar el equivalente a Bs. 1500… Lo bueno es que en la extraordinaria librería El Ateneo, uno puede ojearlo sentado cómodamente tomando un café sin que nadie lo moleste. De todos modos, en este pabellón se encuentran algunas ofertas: 3 libros por 15 pesos (argentinos), 2 por 10, etc.
Esto nos lleva a hablar del otro tema contiguo: el por qué a mucha gente de la Capital no le interesa visitar la Feria, por más grande y pomposa que sea. Podría decirse que es porque en realidad está enfocada primordialmente para los visitantes del interior (mucha gente de Tucumán, de Rosario, de Santa Cruz de la Patagonia) y del extranjero. La doctora en filosofía Esther Díaz, a quien tuve el gusto de conocer en mi estadía, me hizo dar cuenta de algo que comprobé luego: Buenos Aires es ya en sí misma una gran feria del libro, los 365 días al año. Por eso cualquier hombre o mujer que disfruta de las letras se siente inmediatamente en su casa cuando la visita. Es verdaderamente una capital del libro, como Vargas Llosa hacía notar en su discurso en la feria, que en ese ítem nada tiene que envidiarle a París ni a Barcelona. No sólo por las innumerables librerías, antiguas y modernas, por su tradición de grandes escritores, también por los cientos de cafés literarios en Palermo, San Telmo, Corrientes, etcétera, donde las últimas novedades ya están apostadas en sus estantes, y al mismo precio que se ofertan en la Feria. Desde luego, en lugar de hacer un viaje de cuarenta minutos, o más, hasta Palermo, cualquiera prefiere buscar el libro requerido en una de estas flamantes librerías, donde además tiene la posibilidad, en algunos casos, de sentarse a hojear los libros sin que ningún vendedorsito de pacotilla apresure la lectura, es decir, la compra. Además, en avenidas como la Rivadavia y la Santa Fe se pueden encontrar pequeñas ferias llenas de casetas donde se venden miles de libros usados y donde, curiosamente, hasta se puede pagar con tarjeta. Lo único que hay que hacer es meterse en el bulto y buscar con ojo felino.
Baños
Esta gran Feria que aglutina a las más importantes editoriales de Argentina, y a varias otras del extranjero, se constituye, sólo hasta cierto punto, en un incentivo a la lectura, y menos aún en un dispositivo de lectura de la ciudad. Por su funcionamiento, es más apropiado llamarla la Feria de las editoriales, dado que ellas son las que le dan vida y sentido al usarla como estrategia de presentación y aceleración de ventas y convenios. En cierta forma, el lector queda reducido a jugar un rol secundario, y esto es algo sutil y difícil de explicar. La Feria del Libro, también en Buenos Aires, no deja de tener ese aire de plaza de comidas, de Megacine, es decir, de un complejo donde se mete de todo para multiplicar la oferta y acrecentar las posibilidades de venta por asociación, aunque con la salvedad de que en ésta Feria, eso sí, se encuentre una variedad de primera calidad, ni duda cabe.
Pabellón verde
Me sorprende Buenos Aires en cada nueva caminata, “aquí todo es aventura –dice Morgane Amalia, una divertida turista francesa–, acá se siente que todo es posible, es una ciudad surrealista”. El porteño es algo petulante, le gusta hablar fuerte, vocalizar muy bien las palabras, terminar las oraciones con un “¿viste?”, y cosas así, y como los hay amables también los hay prepotentes. Lo importante es no amilanarse con nadie. Por eso mismo, recuerdo lo que me escribió mi amigo Jesús al despedirme: “Hallándote entre el gauchaje, conviene que recuerdes la sabia sentencia de Martín Fierro: “Yo no me aparto de la huella, aunque vengan degollando”. Aquí a los timoratos se los comen como a un bizcocho. Comentar que uno es boliviano no es precisamente una gran referencia, lo que sigue es la sensación de que algo se ha diluido en la conversación. Una señora me confiesa: “¿Los bolivianos?, y, y, son laburantes ¿no?, por el centro no se los suele ver, ellos están en las partes más de afuera, Linniers…” Algo me irrita de esa apreciación, no sé, pero hay que usarlo como empuje hacia adelante. No hay tiempo de reflexionar mucho, Buenos Aires es como un animal, su locura te salta como un mono en contraruta, te mantiene alerta, con apetito, estimulado, ya sea para escribir, para pensar, para conectar...
Me llama la atención la gran cantidad de gente que circula por las calles con audífonos en los oídos, a toda hora, muchas personas se ven como desenchufadas, escuchando música, o quién sabe qué, tal vez nada, pero parecen desconectados del entorno, o quizás conectados, pero a otra cosa, al mundo al que la música les transporta, o del que no deja que salgan, especie de ritornelo. Vivimos en un mundo en el que las distancias se acortan, pero en el que también es más palpable la sensación de desconexión. No se lo puede negar, ésta, como tantas otras, es una ciudad polarizada: por un lado está llena de barrios donde predomina el confort del Primer Mundo, y por el otro de extensas zonas donde campea la pobreza. No hemos visto nada parecido a las favelas pero de todos modos existe mucha desigualdad, y hay gente, mucha gente que necesita des-conectarse de su realidad, quizá por eso mismo persista siempre la necesidad de la lectura, del libro, en tanto herramienta de conexión con otros mundos posibles más alentadores, avivadores de la imaginación, que luego se usará en favor propio en una realidad concreta. ¿Qué nos diría Cervantes, que concibió el libro de los libros –El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha– mientras estaba encerrado en una prisión? Un libro nos permite respirar otros aires, concebir la ficción, le agrega fantasía a nuestras vidas. Si la Feria del Libro se debe elogiar es principalmente por ser una enorme estantería discontinua en la que están acomodadas en fila las más increíbles fantasías, mundos posibles que nunca veremos si no es a través de tal o cual libro que nos busca afanoso y nos espera.
Salida
En el teatro se estrena con mucho éxito la obra “Un tranvía llamado deseo”. En la televisión el Papa Benedicto responde en vivo a los twiters en plena Semana Santa, aunque, como buen sacerdote, en realidad no responde nada, solo alarga el misterio. La gran sensación, sin embargo, es “Gran Hermano”, el reality show que se pasa por Telefé y que ya llega a su fin. Ricardo Darín está en cartelera con su nueva película, Cuentos Chinos, la sucesora de Carancho y El secreto de sus ojos. Pero la que más parece atraer es de un cineasta tailandés: El hombre que recordaba sus vidas pasadas. Todavía está fresco el recuerdo del paso de U2 360° tour por aquí. A media semana Pete Sampras y André Agassi llegan para jugar partidos de demostración en la zona de Tigres. La ciudad vive con atención los cuatro choques entre Barcelona y Real Madrid; Messi despierta pasión y provoca lágrimas cuando los azulgranas pierden La Copa del Rey; existe también sin embargo otro sentimiento encontrado, que se sintetiza en la portada de una revista que leo en un kiosko: “¿Por qué nos cuesta tanto a los argentinos identificarnos con Messi?”. Un taxista me dice alzando el tono: “lo que pasa es que ese pibe no siente la camiseta albiceleste, sólo la del Barcelona”. Supongo que hay de todo. Llega el día de mi retorno. A la Feria le queda una semana más de duración, pero ya la recorrí de cabo a rabo. El libro de Jorge Edwards, La Torre de Montaigne, es el que se me queda impreso en la cabeza. La nostalgia me invade ya en el aeropuerto de Ezeiza; Buenos Aires es una ciudad a la que hay que volver para desmenuzarla. Ahora toca digerirla de a poco. Me doy cuenta de que es preciso salir de la inmersión. Necesito también desconectarme. Termino este artículo y estoy en La Paz otra vez, ya es de noche. Desde este momento la hoja es tuya.
[1] Dato extraído del Diario Z de Buenos Aires,
“Ciudad bipolar”. Número 70.
[2] “Cristina Fernández es un desastre total.
Argentina está conociendo la peor forma de peronismo: populismo y anarquía.
Temo que sea un país incurable”, le había dicho Vargas Llosa un tiempo atrás al
diario italiano Corriente della Sera.
[3] En el periódico La Nación del miércoles 20 de
abril.
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