Reseña del libro La escafandra y la mariposa, pero sobre
todo de la hazaña de su autor, la cual fue llevada al cine diez años después por
Julian Schnabel.
El 8 de diciembre de 1995
Jean-Dominique Bauby, jefe editor de la revista francesa Elle, sufrió una apoplejía masiva que lo dejó en coma. Despertó
veinte días después y se enteró de que había dejado de ser un paciente cuyo
diagnóstico era dudoso para convertirse en un cuadripléjico formal. Quedó, por
decirlo de alguna manera, enterrado en vida. Los médicos le explicaron que
padecía una anomalía denominada “síndrome de cautiverio”. Su cuerpo, la
superficie de contacto con la que debía relacionarse con el mundo, quedó
reducido a un manojo de nervios inertes, como una asfixiante campana de buzo,
una escafandra que lo sumergió en la más profunda y aterradora soledad. Bauby
contaría después en su libro: “Para mí
fue como una sentencia a cadena perpetua. La terrible verdad fue fulminante:
enceguecedora como una explosión nuclear y más afinada que la guillotina”.
(Le scaphandre et le papillon, publicado por Robert Laffont,
Paris, 1997)[i].
Náufrago en la
escafandra
En el cuarto 119 del Hospital Naval de Berck, en la
costa francesa, Jean-Do Bauby quedó exiliado como un cangrejo ermitaño que
reposa en su concha. Rígido, inmóvil, mudo y medio sordo yace en su cama al
fondo de un pasillo. Podía sonreír a medias, pero como la boca le quedó chueca,
la suya era más una mueca. Lo único que podía mover normalmente era el párpado
de su ojo izquierdo. Sandrine, Terapeuta del lenguaje, fue la que ideó una
forma de comunicación que protegió a Jean-Do de quedar completamente aislado de
los que le rodeaban. “Vocales y consonantes
danzan para mí en una farándula […]. Con manos abiertas, ellas atraviesan el
cuarto, giran alrededor de la cama, abren la ventana, trepan por la pared, van
hasta la puerta y salen para dar una vuelta. Más que un alfabeto, es un
hit-parade en que cada letra está clasificada en función de su frecuencia de
uso en la lengua francesa”. Según el manual de uso, el interlocutor de
turno va recitando una versión especial de alfabeto, que Sandrine ha
confeccionado, hasta que Jean-Do, con un parpadeo, lo detiene en la letra que necesita.
Luego comienzan de nuevo la operación, pacientemente, hasta que poco a poco se van
formando palabras y a veces hasta segmentos de frases más o menos entendibles.
Es algo así como escribir a punta de guiños un mensaje de texto en el celular.
En París algunas voces del mundo de la farándula, y
también de la competencia, ya dan por perdido a Jean-Do, se apresuran en
redondear su reducida existencia a la completa nada. En un café parisino, el publisher de una importante editorial
sentencia con una pregunta: “¿Sabían que Bauby está hecho todo un vegetal?”.
Aquellas impresiones crudas llegan a oídos de Jean-Do en la forma de rumores. Pero
él no reacciona. El verdadero problema es que se basta solo para sentirse
miserable, seguro de que su vida ya ha terminado, y limitándose a soportar los angustiantes
minutos de prórroga que le quedan.
En las tardes suele cerrar sus ojos y viajar a/con
su memoria para revisar su pasado, pero es un ejercicio que sólo sabe hacer
para castigarse con el reproche. “Hoy mi
vida parece una sucesión de pequeños fracasos, mujeres que no supe amar,
oportunidades que no supe aprovechar, momentos de felicidad que dejé escapar.
¿Habré sido ciego y sordo, o hacía falta un desastre para que hallara mi
verdadera naturaleza?”. Se lamenta por el buen padre que no fue, por su
matrimonio roto, y los incontables días que malgastó pensando que retornarían
cualquier momento. Ahora gasta sus días en un hospital, donde lo atormentan el
silencio y la soledad, dos compañeras que siempre rehuyó. La pasada semana lo
paseaban por el otro pabellón, y al encontrarse repentinamente con su imagen
reflejada en el cristal de una vitrina experimentó el espanto en todo su
esplendor. Llegado a un punto de extremo abatimiento, dicta estas palabras a su
doctora: “Quiero morir”. Ante tal sugerencia,
ella le contesta afligida: “Está vivo, no
diga que quiere morir. Es irrespetuoso. Es obsceno”. Es un corto tiempo
pero casi todos en el hospital ya se han encariñado con ésta ave de alas rotas.
Sin embargo, él ya sólo tiene una voluntad de nada. ¡Tiene que haber una
salida!
Hay que tener imaginación para saber recordar
Los críticos dicen que Jean-Do inventó un mundo
ficticio para evadirse a la realidad, pero decir esto es insuficiente, puesto
que reduce el poder de la imaginación a la producción de fantasía: percibir
todavía aquello que no existe más, o no existió nunca. Ignoran que la
imaginación, cuando está poseída por fuerzas activas, no es una negación de la
realidad, sino una negación de una manera predominante/trivial de ver la
realidad. El empirista Hume decía que la imaginación es la facultad que
organiza nuestra experiencia de la realidad; asocia las ideas y les da la forma
de causa y efecto. Creemos que estas asociaciones son la realidad definitiva
porque quedan retenidas en nuestras vidas en la forma de hábitos de pensar, de
ver, de oír, de oler… Pero todas las ideas pueden ser separadas mediante la
imaginación para ser después nuevamente enlazadas en la forma que a ésta le
plazca. El día que Jean-Do descubre que ésta capacidad de (re)conexión está a
su alcance se produce una fiesta en su interior. Ensaya rápidamente una
reorganización de su experiencia de la realidad, es decir, utiliza su
imaginación para efectuar nuevas asociaciones. Aprende a imaginar más allá de
lo que sus hábitos le habían permitido durante toda su vida. Aprende además a identificar
qué fuerzas están animando su facultad de recordar y de imaginar; cuando está
poseída por fuerzas reactivas, la imaginación suele acudir a la memoria para
prolongar el sufrimiento. Si vuelve al pasado es solamente para atormentar con
arrepentimientos o para hacer regresiones dolorosas. ¡Hay que saber usar la imaginación para volver al pasado! Es de
este modo que el pasado pasa a ser un territorio impredecible. Solemos
relacionar exclusivamente el uso de la imaginación con el tiempo futuro,
olvidando que también nos puede servir para otorgar nuevos sentidos al pasado
que, en sí mismo, es incompleto, reclama nombres y formas de ser usado. Por sí
solo no es más que el desvanecimiento de una colección de imágenes que
continuamente se reducen a las cenizas de la memoria. El momento que Jean-Do
decide hacer un uso activo de éstas dos facultades vuelve a sentir la alegría
de estar vivo. Es más, planea su escape.
La fuga de la
mariposa
“He decidido
dejar de quejarme. Fuera de mi ojo hay dos cosas que no tengo paralizadas: mi
imaginación y mi memoria”. Comienza por darle un sentido alegre al uso de su memoria: “Si deseo placer, tengo que recurrir a mis
vívidos recuerdos de olores y sabores. Según sea mi estado de ánimo me agasajo
con una docena de caracoles, un plato de salchichón alsaciano con col agria y
una botella de vino blanco…”. Luego cae en cuenta de que si antes había
podido viajar con su mente para sentirse miserable a su vuelta, ahora
aprendería a viajar en una forma que potenciaría su felicidad presente. “Mi mente remonta el vuelo como una mariposa.
¡Hay tanto que hacer! Puedo perderme en el espacio o en el tiempo, ir a la
Tierra del Fuego o al palacio del rey Midas. Puedo descubrir la Atlántida,
visitar a la mujer que amo, hacer realidad mis sueños de infancia y mis
ambiciones de adulto…”. No reniega de su existencia, inventa un nuevo
estilo de felicidad. Finalmente, adopta la aceptación como estado mental, lo
que cambia radicalmente su manera de ver las cosas. Confía en lo que la vida le
depara, abraza lo que aparece, toma lo que se le da. “Una cosa me queda bien clara: he comenzado una nueva vida, y esa vida
está aquí, en esta cama, en esa silla de ruedas y en aquellos corredores. En
ningún otro sitio […]. Yo no era el hombre glamoroso, elegante, peligrosamente
atractivo… ¡Ese es Marlon Brando, no soy yo! Me recordaré como era”.
Comunicado de esta manera con la vida, está listo para escribir.
Comienza a escribir el libro que tenía postergado
por años, desde que aquellas lecturas de El
Conde Montecristo terminaran por fascinarlo. No era la lujosa ciudad de
París el escenario que lo acompañaría, sino un caro hospital, pero hospital al
fin, donde Jean-Do escribía para fugarse. Lo dictaba, es cierto, pero como un
alto ejercicio de escritura, pues la única salvedad era que él no tecleaba las
letras con sus dedos, sino con su ojo izquierdo. “En mi mente le doy diez vueltas a cada frase, borro palabras, añado
adjetivos y aprendo de memoria el texto, párrafo por párrafo”. Cómo no inducir
de todo esto que escribir consiste en hacer viajes inmóviles, los más intensos,
puesto que no contemplan cálculos, pronósticos, ni mallas de seguridad. Jean-Do
ha aprendido la lección de Kafka en Metamorfosis,
donde se cuenta que Gregorio Samsa despertó una mañana transformado en insecto,
pero sólo para escapar a la opresión asfixiante de su trabajo y de su padre.
Samsa halló una salida ahí donde otros no supieron encontrarla. Jean-Do
despertó una fría mañana encerrado en una escafandra, así que escribió para escaparse,
para abrirse una ventana, dejar que entren aire, paseos y ventilación. Jean-Do
se metamorfoseó-mariposa, insecto que después de vivir por largo tiempo sobre
sí mismo, un buen día abre sus alas para emprender vuelo.
“Mi tarea
actual consiste en escribir las notas del viaje inmóvil de un náufrago en las
costas de la soledad (…) Mi imaginación y mi memoria son las dos únicas salidas
para escapar de mi escafandra”. Ahora entendemos porqué quiso dejar escrita su
experiencia. Su libro nos arrastra con él hacia su pesadilla, nos estremece con
su historia, y uno siente la falta de aire, caramba es una tortura, pero es al
final cuando nos damos cuenta de que todo lo ha escrito para montar los
detalles de su prisión y los resortes de su fuga, que nos contagia de alegría
al final, cuando sabemos que sigue contenido en ese cuerpo pero ya no está ahí,
y parece que escribe a gritos, gritos de júbilo. Jean-Do es un nuevo Houdini,
un maestro escapista, escribe para dejar constancia del canal que abrió para
fugarse. El libro La escafandra y la mariposa es una máquina de guerra –en el sentido que Deleuze y Guattari
deseaban– es el diario de una fuga. Ésta fuga es una experiencia intensiva,
ocurre sin que sea necesario desplazarse del lugar. Esto se resume en lo que le
dice Claude Mendibil -la joven que amorosamente tomaba dictado de su libro– a
Jean-Do cuando lo percibe temeroso de estarle causando sufrimiento con su
constante compañía: “No me importa que me
arrastres al fondo del mar porque también eres mi mariposa”. Con su
historia Jean-Do abre también nuevas posibilidades de vida para todos los
exiliados en la enfermedad. Representa para esos lectores postrados lo mismo
que el faro –visible desde la terraza del hospital- era para él: “Ahí estaba, alto, imponente, y a la vez
tranquilizador, pintado de rayas blancas y rojas. En seguida me acogí a la
protección de ese símbolo de hermandad, guardián no solo de los navegantes,
sino también de los enfermos: esos náufragos en el mar de la soledad”.
El 9 de marzo de 1997 Jean-Dominique Bauby salió de
su escafandra para ya no volver. Vuela libre. Éste el fragmento de una canción
infantil que aprendió a tararear en esos últimos días:
El canguro se ha escapado
-¡Adiós zoológico!- gritó
Salvó la cerca de un salto
Y un batacazo se dio.
[i] Este artículo se apoyó en la lectura
de la edición digital del libro traducido al portugués: Bauby,
Jean-Dominique, O escafandro e a borboleta / Traducción de Ivone Castilho
Benedetti. São Paulo: Martins Fontes, 1997, y de la película Le
scaphandre et le papillon, 2007, dirigida por el cineasta Julian Schnabel.
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