Sin
ocultar mi aspiración de formar parte de esos “devotos usuarios de los libros
aún no escritos”, haré notar de entrada que la escritura de estas líneas sobre
Fielkho y el diario en el que deja constancia de su viaje hacia la
clandestinidad –diario que se ha venido a llamar Tirinea– no tiene otro propósito que el de saludar respetuosamente
a mi amigo Jesús Urzagasti (Gran Chaco, 1941), el narrador más importante que
tiene Bolivia, y cuya obra casi completa está siendo reeditada, en buena hora,
por la Editorial Gente Común. Agradezco al poeta Nervol Kunsted por haber
introducido a mi mundo semejante joya el día que me obsequió el libro que nos
ocupa aquí.
No
se ha dejado suficiente constancia de los diversos ejercicios de lectura que
promueve la obra de este genial escritor chaqueño, pero no nos queda duda de
que su primera novela, Tirinea (Editorial
Sudamericana, Buenos Aires, 1969), ha provocado bastantes resonancias en el
medio, tanto críticas como extraliterarias. El año pasado, dentro de una
gestión del Ministerio de Culturas, Plural editores lanzó una nueva edición de
la novela, al haber sido seleccionada entre las diez más importantes de la
literatura boliviana. Si cité antes la primera edición, que es la fuente de
este impulso, es porque las ligeras variaciones internas de división que su
autor introdujo en la nueva versión no me han permitido todavía dejarme llevar
en su (re)lectura con la misma fluidez que me permitió su predecesora.
Probablemente sea una cuestión de cariño al viejo libro, en cuya contratapa
Claudia Bowles apunta con lucidez: “esta novela que se repliega sobre sí misma,
Tirinea –territorio imaginario– es el
lugar de lo utópico. La ironía de registrar los vanos intentos de escribir
algo, confluye con la paradoja de finalmente lograrlo”. Hablamos de Tirinea, pero también de lecturas de Tirinea. Debo acotar que la más
minuciosa e invitadora de esas lecturas, en mi criterio, es el notable ensayo
“Del nomadismo: Tirinea de Jesús
Urzagasti”, de Luis H. Antezana, al que pude acceder gracias a la reciente
publicación de su libro Ensayos escogidos
(Plural editores, 2011), libro que funciona como un inagotable campo de
conexiones y que reclama ser usado en tanto “saco de aparapita” (según la
descripción de Jaime Saenz). Si los textos de “Cachín” Antezana son una
invitación a la lectura, los de Jesús Urzagasti son una invitación a la
narración.
Martes 13 de diciembre
2011:
A
propósito de su inexistente inclinación por la caza, queriendo favorecer una
vida más tranquila, “sin la mínima convulsión”, Fielkho toma una decisión que
será un momento-bisagra en su vida: “Dejaré la Universidad. La carrera de
ingeniero no es que no me llevará a ninguna parte, sino que me arrastrará hacia
donde yo no quiero ser arrastrado”. (T. pp. 14-15). Más allá de que Fielkho sea ducho para la
Química, con su decisión afirma que se opone terminantemente a que “una
circunstancial habilidad mental” lo lleve al desastre. Pero entonces: ¿a dónde sí quiere ser arrastrado? No importa
tanto el lugar sino la puesta a punto de sí mismo que generará el proceso.
Fielkho decide alejarse de la ingeniería geológica, y también de Cayetano y
Córdoba. No es nada personal, simplemente es porque los mundos que estos ponían
en movimiento, a partir de sus inclinaciones, no eran afines con los de
Fielkho, por ejemplo, en su tonta insistencia por llevarlo a fiestas. “A esta
altura de mi vida estoy convencido de que lo único que uno hace es librarse de
un montón de cosas: […] en buenas cuentas, de ser un atorrante de siete suelas.
De todo puede uno librarse, hasta de escribir lo que estoy escribiendo, pero
¡guarda con alargar el camino que nos separa la muerte!”. (pp. 53-54). De todo
puede uno librarse, es decir, cada uno tiene a su alcance la posibilidad de
organizar sus encuentros, aquellos que le sean más convenientes para mantener
la máquina aceitada. Pero al mismo tiempo Fielkho reconoce que es la vida según
su propio reloj interno la que determinará el abanico de encuentros que se le
podrán presentar. “Me alegra lo que acabo de comprobar: miles de personas
transitan esta ciudad […] Muchas de ellas están destinadas a ser mis amigos o
mis enemigos; todavía no lo son y así caminan, como yo, y no pueden explicar el
extraño temblor que les estremece el cuerpo. He aprendido a reconocerlas, pero
al tiempo lo dejo en su labor y no lo interfiero. Que tomen los litros de agua
que deben tomar antes de que llegue la hora sagrada”.
Así
avanza la novela donde un Fielkho en sus distintas etapas, y el viejo, se
intercalan en la narración. Algo extraordinario ocurre durante estos meses en
los que se la pasan tomando limonadas, observando los cabellos de Orana dormida
y escuchando sonatas de Bach, mientras se turnan para escribir las 60 páginas
de su diario. No pueden hacer otra cosa que expresar su asombro por la nueva
vida en La Paz, desde donde tienden un puente a la tierra original. Los
lectores somos testigos del intento de Fielkho por encontrar su verdadera voz,
la del viejo, que está ahí tan cerca y sin embargo lo espera hace mucho tiempo.
“¡Cómo me gustaría cantar para ella con una voz distinta, tan distinta como la
mía, que a todo se parece cuando me quedo en el más profundo silencio! Yo soy
el templo de mi voz, pero mi voz apenas es mía y viene precedida por la voz de
tantos seres que han muerto sin haber nacido”. (p. 120) Y es sólo al ir
terminando el libro que nos damos cuenta de este intento de Fielkho por hallar
su voz, o por hacerse un cuerpo-sin-órganos. A medida que llega al final experimenta
dificultades para terminar las 60 páginas que se había propuesto inicialmente,
pues la necesidad de entender la causa de su ignorancia va desapareciendo, y él
se torna en una especie de casilla vacía desde la cual el viejo puede hablar. Tirinea es un viaje inmóvil de encuentro
con la propia voz. Al principio Fielkho debe vaciarse de aquello que lo
inmoviliza; tiene que deshacer la manera en que la Universidad y otras
instancias han organizado su cuerpo. No es tanto recuperar la soltura, pues
Fielkho sorprende por sabernos narrar su encrucijada de una manera tan ágil,
amena, y desenfadada. Se trata más bien de volver a comenzar. “Hay una edad en
que todo comienza de nuevo, con una luz nueva en el corazón, en que uno es el
único invitado de la soledad y ella se hace esperar para siempre. Yo estoy en
esa edad”. (p. 29) Las afirmaciones de la parte final del libro evidencian este
intento finalmente logrado. “No soy el que dice estas cosas, sino las cosas las
que me dicen a mi”. (p. 111) ¿Quién escribe? No es el yo de un autor. Pero para
llegar ahí tiene primero que hacerse un cuerpo-sin-órganos. En adelante el que
habla es una individualidad impersonal no sujetada que solamente puede decir:
“esto es lo que me pasa a través mío”. Un parque, un enjambre, una constelación
antes que un hombre.
Un
viejo amigo de Urzagasti, Henry Miller, lo explica con estas palabras: “No
somos nosotros quienes firmamos los libros. ¿Quién es un artista? Es un tipo
que tiene unas antenas, quien conoce cómo enganchar las corrientes que están en
la atmósfera, en el Cosmos. Él simplemente tuvo la felicidad de engancharlos
tal como eran”[1].
Tirinea es un prolijo
cuerpo-sin-órganos (CSO), y Jesús Urzagasti es en este sentido un artista. Él
no habla de CSO, no tiene necesidad de ello. En una entrevista en la que
Ricardo Bajo le pregunta cómo se prepara para escribir una novela, Urzagasti
decía: “Soy un aficionado a la escritura. Hay que recuperar la humildad y la
ignorancia. Estar a cero para producir un lenguaje sin antecedentes. Si aplicas
lo que sabes, te repites. De la nada hay que sacar algo”[2].
Estar a cero. CSO. Vacío productivo de nuevas formas. Probablemente se refiere
también a esto mismo cuando habla del analfabeto
funcional como un individuo que tiene fondos para acceder a los libros “pero
se le atrofió el órgano que combina vista, tacto y oído para producir la magia
de la lectura”[3].
Liberar al cuerpo de la organización que le han hecho es necesario no solamente
para poder escribir, sino también para saber leer.
Por
su parte Fielkho confiesa: “estoy escribiendo algo que mi cuerpo exige para
vivir (…). Cuando permanezco en silencio mis oídos perciben la música del
universo; son apenas sonidos, pero bastan para hacerme perder la identidad que
guardo con ese camión que acaba de zumbar”. (p.31). Al empezar a borrar los
contornos de la identidad hay siempre un devenir-imperceptible que está en
marcha. A través de la escritura Fielkho comienza a liberarse, a romper los
estratos, o las cortinas. El viejo comienza a hablar más seguido: “A su acto de
escribir se debe que yo esté a punto de salir a flor de piel. Claro que él no
tiene idea de lo que está sucediendo. Cada fracaso suyo es una cortina menos
que nos separa…” (p. 66) Explica también cuál era la pretensión de Fielkho al
escribir su relato: “presenciar el mecanismo que moviliza a su mundo”, pues de
ahí en adelante “jamás se le ocurrirá meter a su mundo aquello que no le
pertenece”. (p. 116) Si se encontró con algunos problemas en este proceso es
porque lo hizo quizás muy de golpe, “desarmó totalmente la maquinaria y ahora
está atolondrado y no sabe cómo iniciar la reconstrucción, fuera de que le tomó
de sorpresa la inmovilización que sufre su organismo”. (p.116). Pero al final
logró deshacer la organización y se hizo un CSO pleno, productivo, susceptible
de ser recorrido por corrientes vitales creativas. “Creo, sin embargo, que
Fielkho a través de esta experiencia dará más agilidad a sus miembros, mayor
frescura y pujanza a su ser por la sencilla razón de que gran parte de sus
secciones vivían en el olvido y ahora que la mayoría de ellos han sido alabadas
en forma es casi seguro que su funcionamiento será de una precisión asombrosa”.
(p.117).
Fielkho ha
dejado de tener procedencia y su origen
se colocará en el futuro. Llegan las páginas 109-110 y de repente nos
encontramos con dos de los párrafos más maravillosos que la literatura
universal tiene para ofrecer. Un grandioso canto a la vida:
“Aunque las catástrofes se avecinen y tu figura tienda a desaparecer en manos del crimen o de la oscuridad, aunque el mundo se venga abajo con el objeto de no favorecer tu existencia (…) nunca olvides que por primera, única y última vez eres lo más formidable y maravilloso que habita en este mundo. […] Hay paisajes maravillosos en el universo que nadie, ni tú, verá jamás; pero eres tú el sendero único para llegar a esos paisajes. […] Levántate y agradece, antes de que tengas ese olor a ropa guardada en tu cuerpo, agradece por haber venido sin tener nada a un mundo que lo tiene todo; así regresarás con todo al país de la nada y sin haber abierto el pico”.
En
ese momento ya no sabemos quién lo dijo. ¿Fue el viejo? Ya no interesa. A
fuerza de deshacerse de sus bordes y de sus particularidades Fielkho se ha
hecho indiscernible a sí mismo, su presencia es la de un nuevo Bartleby, pero
más alegre. El viejo dice que Fielkho “por lo menos ahora está seguro de amar
con mayor intensidad al mundo. Y esto es tan cierto que cuando tiene un libro
en las manos y parece estar leyendo, no está haciendo eso sino amando al
mundo”. (p. 124). “Es el primer convencido de que es un extranjero, un
desconocido”. (p.125) Fielkho ha devenido imperceptible, clandestino. Escribe
como un piano que toca solo. La música fluye. Se ha cumplido aquello que meses
antes añoraba, pero no lo recordará porque él ya es otro:
“Algún día estaré frente a lo desconocido, tendré en mis manos lo que mi memoria se empeña en ocultar; ese día perderé para siempre el nombre con el que me identifica el mundo, el famoso nombre que tiene la virtud de separarme de lo que soy. Sé muy bien que soy un animal perdido en la noche y por lo tanto un nombre más, un sonido más. Cuando suceda lo que espero seré el mundo y no estaré lejos de nada”. (p. 83)
Jorge Luna Ortuño
(Dic-2011)
(Dic-2011)
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