ENTRE THOREAU Y EL “PRINCIPIO DE LA ECONOMÍA”:
UNA INSÓLITA FILOSOFÍA DE VIDA
Jorge Luna Ortuño
(Abril 2008)
El principio de economía, también
conocido como el principio de la mínima acción, reza así: “la naturaleza obra
siempre empleando el menor esfuerzo o energía posibles para conseguir un fin
dado”. Claro que en la época que vivimos, desbordada de superficialidad y
derroche, no nos permite ver esta verdad fácilmente, y mucho menos, aplicarla.
Pero recuperar este principio para la vida cotidiana nos permitiría al menos
dejar de ser unos amateurs, y convertirnos en profesionales de la vida [1].
Tendríamos vidas de otra cualidad, pues sin dejar de ser formas de vida
productivas, dejarían también un espacio abierto para cultivar aquello que es
más importante: lo inútil o improductivo. En realidad la idea es muy simple,
comer cuando se tiene que comer, trabajar cuando es su momento, dormir, hacer
la siesta, hacer el amor, cantar o mover los intestinos, con el agregado de que
todo ello sea a su tiempo. ¿Y cómo saberlo? Tiene su dificultad, porque uno de
los males de nuestra era ha sido el de producir hombres con la capacidad de
llevar adelante las tareas más complejas, olvidando la tarea de perfeccionar
las actividades más sencillas. Neil Armstrong, el primer hombre que llegó a la
Luna, murió ayer sábado 25 de agosto; aquel viaje del Apolo llevó al hombre a
la Luna, ahora la urgencia es otra: traer de vuelta un poco de humanidad a la
Tierra.
Se verá que en casi todas las áreas el principio de economía
ha sido extrañamente olvidado, no por los economistas desde luego, sino por las
gentes en sus modos de vivir, dejando una
interrogación: ¿Por qué un principio que es tan básico puede haber sido dejado
tan de lado en las sociedades contemporáneas? Incluso dentro de la literatura
filosófica ha caído en desuso el tema de la economía de pensamiento,
introducido por Mach y Avenarius [2], que también puede entenderse como la ley
del mínimo esfuerzo en las operaciones mentales. Avenarius lo llamó: “el
principio del mínimo gasto de energía”, y Bertrand Russell lo denominó:
“economía en la lógica del pensar”. En general, este tema circula siempre en
torno a una de las preocupaciones fundamentales de la ciencia de la economía:
“la de reducir los gastos innecesarios y aumentar los beneficios”. Aplicado al día
a día, este principio podría generar toda una filosofía pragmática, no solo en
torno a los pensamientos, también en torno a las emociones (Daniel Coleman
habla de una economía emocional), el uso de las palabras y a cualquier
actividad en general. Acaso ¿escribir con economía?
El gran problema reside en el hecho de que vivimos en
sociedades empapadas por una imperiosa mentalidad de consumo, todo el modelo
económico liberal funciona en base al consumo. Basta con ver que para medir el
índice de bienestar de una población (PIB), la principal variable a considerar
es el consumo. Y es sabido que estamos viviendo una explosión comercial que ha
hecho de todo lo existente un producto de venta, generando un crecimiento
descontrolado de productos y servicios que no necesitamos, pero que nos ofrecen
masivamente. Lo enfermizo del asunto es que el fin ya no está solamente en
comprar lo necesario, sino en el acto mismo del consumo, pues este acto es el
que pone en el mapa al ciudadano, y en el límite, el que lo hace sentirse vivo.
Afirmar que el crecimiento económico de nuestras sociedades
ha ido en detrimento de la vida de sus habitantes no sería tan paradójico si
consideramos que, a partir de los modelos económicos vigentes, que generan su
rotación y retroalimentación gracias a políticas de gobierno que incentivan al
consumo, no sólo se ha provocado un mayor movimiento de capitales, sino también
un nuevo tipo de ser humano con una mente- enfermiza-compulsiva de consumo, lo
cual ya no es nada económico [3]. Y no se trata solamente de vivir de ese modo
y luego pensar cosas buenas, o sencillas porque nadie puede ser esencialmente
diferente de sus prácticas, nadie puede pensar más allá del horizonte que le
provee su estilo de vida. Por eso decimos que, a favor del crecimiento
económico, no solo se ha desestabilizado el ecosistema, sino que se ha
contaminado la mente humana. Una consecuencia directa de los modos de vida que
se practican hoy en día es que resulta casi imposible pensar la sencillez o la
simplicidad. La tendencia es cada vez más la de ser atrapados en vidas tan
superficiales que hagan difícil comprender una idea tan simple, de modo que
practicar la sencillez, la simplicidad o el arte de economizar, es un arte del
que se echa mano solo si uno es pobre o si está atravesando una época de
austeridad forzada. Luego, la idea dominante de nuestros tiempos es que siempre
es necesario tener más, poseer más, consumir más, y adquirir lo último (que es
lo mejor), para poder vivir bien.
No ha sido suficiente con instalar miles de negocios
multimillonarios en torno a lo necesario. Nuestras economías han tenido que
recurrir a la creación de nuevas necesidades (innecesarias), y en esto se han
especializado el marketing y las propagandas publicitarias: fabricar
necesidades ficticias o innecesarias, generar su demanda para después
satisfacerlas, en grandes cantidades por supuesto. Es así, por ejemplo, que ya
no solo se vende lo saludable (alimentos nutricionales, agua, libros, remedios,
etc.) y lo dañino (cigarrillo, alcohol, drogas adictivas, etc.), sino también
aquello que es dañino, pero que se presenta como privado de su “propiedad
maligna”, lo que es mucho más sutil. Tal es el caso del café sin cafeína, la
crema sin grasa, la cerveza sin alcohol y, por qué no incluir en la lista, al
sexo sin sexo (mejor conocido como sexo virtual). He aquí un lema que condensa
esta nueva tendencia: “ya no te preocupes por los excesos, consume tranquilo
porque ahora ¡todo es saludable!”. La moderación se ha perdido del panorama. El
filósofo esloveno Slavoj Zizek ha trabajado bastante este fenómeno en las
sociedades contemporáneas, que quieren dar este
mensaje: “beba todo el café que quiera, porque ahora es descafeinado”. Es
por si algún ingenuo llega a objetar que el exceso de cualquier sustancia
siempre es dañino, como por ejemplo el exceso de chocolate que provoca
estreñimiento. Para esto también existe ahora una solución, en el país del
consumo por excelencia, (EEUU), han inventado una medicina que viene dentro del
mismo producto que genera la anomalía; se trata del “chocolate laxante”, que
por su solo nombre nos invita a pensar en el siguiente eslogan: “¿te provocan
estreñimiento los chocolates?, no te preocupes, ahora puedes comer todos los
que quieras porque estos son laxantes”. Muchos pensarán que estas invenciones
son una ventaja, pero más allá de que esta serie de productos “light” tengan
también propiedades dañinas, el problema mayor es la forma en que condicionan
la mentalidad y las formas de vida. Consumo-consumo-consumo…
Quizás pueda sonar extraño en esta época soltar un enunciado
de este tipo: “se vive bien no cuando se acumula o consume más, sino cuando se
ha aprendido a descartar lo que no es esencial”. Definitivamente no es un
enunciado de este tiempo, no es de un tipo cool, pues proviene de la enseñanza
de un filósofo naturalista que vivió en la primera mitad del siglo XIX. Su
nombre: Henry David Thoreau (1817-1861). Este personaje fue, en el sentido más
profundo de la palabra, un verdadero economista, es decir, alguien que tenía la
virtud de evitar los gastos innecesarios. Su teoría de lo que constituye la
riqueza la condensó en una frase: “la mayor riqueza es la vida”. Habría que
recordárselo a los dos tipos de anormalidades que ha producido la maquinaria
del capitalismo: “el maniaco depresivo compulsivo consumidor” y “el inconforme
robótico trabajador-cólico”; y en general, a todos aquellos que están apilando
su dinero en los bancos mientras se
están provocando una úlcera en el estómago.
Thoreau fue la encarnación de una vida llevada con sencillez,
aconsejaba en sus charlas a la gente que se librara de la tiranía de las cosas
y del dinero. De hecho, él mismo cruzó la vida con un equipaje mínimo, eligió
hacerse rico (o lo que se llama independiente-financieramente en nuestros
tiempos), haciendo pocas sus necesidades y proveyéndoselas él mismo [4]. Es una filosofía de este tipo la que necesita
rescatarse en nuestro tiempo desbordado por las ansias de lucro, una filosofía
de la simplicidad, de la economía, de lo inútil, o de lo no-utilitario. Y no porque sea esta la mejor, sino porque
actualmente se hace tanto énfasis en la rentabilidad, el lucro, el sacar
ventaja, el lujo, y la ganancia, que se ha hecho imperioso el buscar un
equilibro, lo que se puede lograr afectando a las mentes de una fuerza
compensatoria.
¿Qué implicaría vivir según esta filosofía? En primera
instancia, habría que hacer una reconstrucción de la mente y los organismos.
Dado que han sido educados para derrochar energías, hacer gastos innecesarios y
fatigarse, la solución debería partir de un desmontaje del organismo; habría
que desorganizarlos para hacerlos más fluidos y sencillos, lo que no quiere
decir destruir el organismo sino optimizarlo. Esta reorganización no tendería a
convertirlos en máquinas más eficientes, o utilitarias, que maximicen la
relación tiempo-costo, pues lo inútil es también muy necesario. El tiempo de
ocio que los filósofos se han procurado desde la Antigua Grecia no ha sido
nunca simplemente un tiempo de siestas, sin embargo tampoco era de puro
trabajo; era la distancia necesaria que uno debe tomarse de la vida en su
estado bruto, cuando circula en medio de
las banalidades de la sociedad. Reorganizar los organismos sería más bien
hacerlos más alegres, simples, económicos y expresivos. Después de todo, ¿qué
es lo que impide la libre expresión? No es solo un gobierno, unos padres, una
escuela o un policía en la calle los que actúan represivamente, sino
principalmente todas aquellas fuerzas internas que actúan antagónicamente en
uno mismo, en el propio cuerpo o en el organismo, saboteando la posibilidad de
hacernos un nuevo modo de vida. Para el deportista de élite por ejemplo, la
perfección en sus movimientos llega cuando aprende a mantener relajados los
músculos antagónicos que hacen más lentas y torpes sus acciones. De hecho, la
característica sobresaliente del atleta experto es su facilidad de movimientos
incluso durante un máximo esfuerzo. Del mismo modo, en todas las áreas de la
vida, la pura y libre expresión de uno mismo surge cuando se ha eliminado,
deshecho o depurado, todo aquello que es innecesario para conseguir un fin
deseado. (Eliminación de todo tipo de tensión interna, ¿será posible?).
Se trata entonces de gastar un mínimo de energía para
conseguir aquello que se desea, no por flojera o mediocridad, sino porque se ha
alcanzado un grado de maestría en la ejecución de una determinada técnica, de
un movimiento, o de una manera de caminar por la vida. Por lo demás, los
excesos son gastos innecesarios que provocan fatiga, dispersan la energía y
debilitan una acción. Un festejo de Carnaval lleno de derroches nos tira mucho
más para atrás de lo que nos libera efectivamente. Franz Fannon escribe en Los condenados de la Tierra que el mismo
sistema ha diseñado algunas actividades festivas para que el hombre se
descarríe por unos días, y habiendo malgastado su ánima y sus energías, vuelva
manso a sus actividades laborales a seguir cumpliendo en la manutención de la
estructura económica de su sociedad. Las fuerzas del poder nos regulan según la
concepción de que un ser humano con deseos es peligroso, es insaciable, es innovativo,
entonces reencauzan el flujo de energía de su deseo hacia una línea de caída
que no podrá cristalizar en una revuelta social, ni en unas perturbación creativa,
sino en una gran borrachera carnavalera, por ejemplo; todo el trabajo de los
poderes consiste en hacer que se desperdicie el deseo, como si su satisfacción
en alguna forma representara su aplacamiento temporal. Pero el deseo es lo
inmanente a la vida misma, es el arma. Y el principio de economía es como una
especie de mira que cualquier arma requiere. ¡No desperdicies tus balas a
mansalva en medio de la noche!
En fin, la idea es que es
preciso hoy reivindicar no solo lo productivo, sino también recuperar
las actividades (denominadas) improductivas, como la filosofía. Balancear la
vida incluyendo un poco más de actividades sin ganancia monetaria, actividades
inútiles o tachadas de “demasiado simples”. Aprender a ser felices con muy
pocas cosas, “saber emborracharse con un vaso de agua”, practicar el principio
de la economía y vivir la sencillez, por lo menos alguna vez.
“Muchos de los lujos y de las
llamadas comodidades de la vida, no solo no son indispensables, sino que son
estorbos positivos para la elevación de la humanidad. Nuestra vida se
desperdicia en detalles. ¡Sencillez! Que vuestros negocios sean de dos y tres;
no ciento o mil. Que vuestras cuentas se puedan escribir en la uña del dedo
pulgar…Gracias a la vida simple con pocos incidentes, yo no me he solidificado
y cristalizado. Eso produce una singular concentración de fuerza, energía y
placer” [5].
Para terminar, no olvidaremos que por alguna extraña
costumbre la mayoría de los hombres suelen esperar por alguien viva con la
honestidad que ellos idealizan para creer que la honestidad es posible.
Seguramente no faltarán los que objetarán las ideas esbozadas en este modesto
ensayo: por ejemplo, el hecho de que Thoreau tuvo que irse a vivir al bosque
por varias temporadas para hacer posible una vida tan simple; ellos sólo
recordarán que murió joven producto de una enfermedad pulmonar que le
provocaron sus paseos y viajes a pie por haber preferido no viajar en trenes.
Sin embargo no es nuestra intención plantear un nuevo modelo, no es sugerir que
todos deberían irse a radicar a los
bosques para vivir bien, o que hay que imitar la idiosincracia de Thoreau para
ser feliz, pues quizás este personaje no sea más que la sombra de algo que ya
no puede ser en nuestro tiempo. Todo lo que decimos es que para vivir bien,
esto es, con la mente tranquila, el cuerpo sano y las cuentas en orden, y si es
posible con alguien amado a lado, cada uno tendrá que hallar su punto de
equilibrio entre una forma de vida disipada y otra de maestría económica, y
para lograr esto, aplicar el principio filosófico de economía resultará muy
beneficioso, pues después de todo, si la economía busca esencialmente el
equilibrio, aplicar el principio de economía no será otra cosa que vivir tendiendo al equilibrio.
Notas
[1] Oscar Wilde: “la vida es la primera, la más grande de las
artes, junto a la cual las demás parecen ser solo una preparación”
[2] Richard Avenarius, La
filosofía como el pensar el mundo de acuerdo con el principio de mínimo gasto
de energía (1947).
[3] Aplicando la definición de economía en su sentido más
genérico, es decir, como una virtud que consiste en evitar gastos innecesarios.
[4] En Walden el alimento le costaba solo 27 centavos de
dólar por semana, y se jactaba de que suprimiendo lo superfluo, podría
subsistir todo un año con lo que ganaba en seis semanas de trabajo, y esto le
parecía una hermosa forma de vivir. Un tiempo mínimo lo dedicaba a ganarse el sustento,
y todo el resto lo dedicaba a hacer todo aquello que disfrutaba. El sabía que
vivir no era algo automático, había que dedicarse a ello hasta hacerlo un arte (Henry D. Thoreau. Diarios íntimos).
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